¿Estamos
seguros que queremos saber todo lo que no sabemos?
"Desde temprano, en el trabajo, en un cybercafé, en casa
desayunando o con mi teléfono celular mientras viajo hacia algún lugar, no
puedo evitar revisar todas mis casillas de mail, entrar a mi facebook a ver si
tengo alguna notificación, revisar el inicio para saber si alguien cambió su
estado civil, subió fotos o videos y, por supuesto, saber si alguien solicitó
mi amistad. Otro punto importante: conocer qué “están pensando” mis “amigos”, ya que es lo primero que
aparece en la página de inicio del facebook. Luego de usar más de 40 minutos de
mi mañana (que pasaron sin darme cuenta), me doy una vuelta por Twitter, a ver
qué está haciendo la gente a la que sigo, y qué comentarios dejaron. Después de
casi una hora, ya estoy lista para comenzar mi día”…
Las horas de la madrugada son distintas desde hace
unos años en la vida de numerosas personas. No es que en otros momentos del día
no estén conectadas a sus aparatos y pendientes de las redes. Hoy los teléfonos
personales y las tablas nos permiten estar en línea las 24 horas del día. Pero a esa hora encuentran la oportunidad de
brindarles dedicación exclusiva. Para algunas, es sólo un breve recreo, un
sobrevuelo en el que ocasionalmente tienen una conversación un poco más extensa
o se sienten motivadas a postear algo. Pero muchas otras quizá sigan varias
horas más. ¿Cuándo este comportamiento se convierte en adictivo?
Adultos y ancianos que juegan durante varias horas,
adolescentes y jóvenes que se mantienen pendientes de su whatshapp y sus
cuentas de twitter y Facebook a la hora en que la mayoría duerme. Así como en
las avenidas siguen pasando vehículos durante la madrugada, también en la web
el tránsito sigue y con gran intensidad. Basta conectarse para advertir que gente de
todas las edades se mantiene activa a las horas más diversas.
Alguien pone apenas una letra en el buscador de
facebook y la página de la persona buscada le aparece como primer resultado. La
red ya aprendió a quién busca. Da enter y ya está en su muro. Lo recorre,
primero averiguando si hay algo nuevo. Antes, en la columna del chat, verifica
cuánto hace que no se conecta. Ya conoce sus fotos de memoria, pero las visita
otra vez. O quizá vuelve a pasear por sus contactos.
“Esto no tiene sentido”, piensa por un instante.
Pero sigue. Relee posteos de sus amigos, vuelve a sus datos biográficos. Al
mismo tiempo, en el teléfono, si tiene a esa persona como contacto, puedes
averiguar cuándo usó el whatshapp por última vez. Es una ex, una compañera, un
amigo, una desconocida, el novio de su hija, su pareja… Alguien con quien se ha
puesto obsesivo.
Ya hay una palabra para definir ese comportamiento y
cómo demostración de cierta predisposición cipaya predominante en la
construcción de neologismos, proviene del idioma inglés: está stalkeando, es un
stalker de las redes. Proviene del verbo to
stalk que significa acechar, perseguir de manera sigilosa y muchas
veces obsesiva.
Garolfa
“Garolfa, la red social que te permite comunicarte
con todos pero no estar con ninguno”.
Las redes sociales forman una parte muy importante en
la vida de las personas. Multiplican nuestras posibilidades de comunicación y
de trabajo, son un ámbito donde podemos expresarnos para debatir o procurar
reconocimiento para nuestras opiniones y también son vehículo de una producción
cultural muy rica que modifica los esquemas tradicionales de intercambio y
valoración de lo que se crea.
Pero claro, las redes son habitadas por personas. Si
en Garolfa, la red social de Peter
Capusotto, ciertos comportamientos nos enloquecen de risa, sufrirlos en
Facebook, Twitter u otras redes se vuelve más serio, desnuda las dificultades
que tenemos para comunicarnos y preocupa por las consecuencias de los
comportamientos adictivos que generan.
Si en los inicios de los distintos dispositivos de
intercambio comenzaban conviviendo opiniones heterogéneas y se generaba una
posibilidad interesante de debate, nuestra marcha en las redes fue demostrando
que muy pocas veces se debate en forma respetuosa y la mayoría de los usuarios
tiende a construir su universo de contactos con gente de pensamiento afín. Frente
a las opiniones encontradas, demasiado rápido aparecen el enojo, la agresión y
luego el bloqueo u otras formas de ruptura. Queda al desnudo cómo se forma la
opinión y la escasísima predisposición que suele existir a escuchar las razones
del otro.
A su vez, como las redes son herramientas y formamos
parte de una sociedad desigual en la que no todos tenemos las mismas
posibilidades de utilizarlas, aunque a priori son un espacio más democrático,
en lo cotidiano advertimos el peso que establecen los formadores de opinión y
los intereses con peso económico a través de diversos mecanismos, entre ellos
la promoción de contenidos y diversos mecanismos de viralización.
Amar
y jugar
“Yo sólo quiero jugar”
Charly García
“Amar es un viaje de agua con estrellas”.
Pablo Neruda
Jugar y amar probablemente sean las dos actividades
más apasionantes y gratificantes en la vida de las personas.
Las redes multiplican las posibilidades de jugar y de
establecer contactos vinculados a diversas formas de búsqueda de afecto y amor.
Sin embargo, en ambos casos, el riesgo que
afrontamos es que la búsqueda de diversión o de relaciones íntimas termine
convirtiéndose en una conducta adictiva.
¿Cómo hacer para la diversión no termine convirtiéndose
en una adicción que trastoca nuestras vidas?
¿Cuándo trasponemos la línea que separa el amor de
la obsesión compulsiva con que se termina acechando a la persona que se
pretende amar?
Las redes multiplican nuestras posibilidades de
diversión y nos ponen en contacto con múltiples afectos. Sin embargo, el riesgo
del comportamiento adictivo está latente y lo que nace como diversión o pasión
puede terminar convirtiéndose en una enfermedad.
Jugar
on line
“Por ejemplo, saliendo del colegio, tenía que
ir a almorzar a casa y no iba. Mi mamá se preocupaba, me llamaba al celular, yo
lo apagaba. Llegaba a mentir. Decía ‘sí, estoy en el colegio, estoy en la
biblioteca, haciendo unos trabajos’ cuando estaba metido jugando un juego en
red, porque estaba en un concurso”.
Recuerdo una vez que comencé a jugar tetris por la
noche en una oficina y en un momento, luego de obsesionarme con seguir
superando niveles, descubrí que había
amanecido. No apuesto ni juego en
Internet. Pero he tenido etapas de engancharme demasiado con algunos juegos
quizá antiguos y elementales, como el Pac Man y el Solitario Spider.
Éste último decidí desinstalarlo de mis máquinas (es
bien difícil, porque en realidad uno los desactiva de Windows pero puede volver
a activarlos), porque algunos días, con la intención inicial de distraerme un
poco, me terminaba robando una o dos horas de trabajo o descanso.
Cuando descubría que la pulsión por jugar superaba
mi propia voluntad, tomaba la decisión drástica de sacarlos del menú de
posibilidades, pues no conseguí tener una relación más sana con la posibilidad
de disfrutar alguno de esos divertimentos.
El juego es un problema en adolescentes y jóvenes
pero no es exclusivo de esta franja de edad. Estas personas empiezan a jugar
como una vía de escape y entretenimiento pero terminan necesitando jugar para
no sentir malestar, nervios. Con el tiempo se muestran incapaces de reducir el
tiempo de juego o de mantenerse sin jugar. Las personas mayores, en especial si
atraviesan una situación de soledad, también pueden sufrir el problema.
Normalmente esto sucede en la web con los
denominados juegos de rol online. Por sus características facilitan que los
usuarios se “enganchen”. También hay un importante mercado de juegos no basado
en rol que se han denominado juegos casuales (basados en juegos tradicionales
como parchís, cartas…) que también buscan la fidelidad de los usuarios y existe
también la posibilidad de hacer un uso abusivo.
La necesidad de estar jugando durante más tiempo va aumentando de manera progresiva hasta que
produce una total pérdida de control sobre el tiempo que se invierte. Los
intentos de control o reducción son infructuosos, la persona se muestra incapaz
de superarlo. Una de las señales de alarma más importante es el progresivo
aislamiento. Poco a poco deja de hacer cualquier actividad, no se relaciona con
amigos y familia y prefiere mantenerse jugando.
Las consecuencias no son difíciles de advertir. La
persona comienza a abandonar sus responsabilidades. El fracaso escolar es muy
habitual en la gente más joven, comienza con una bajada del rendimiento pero
finalmente puede darse un absentismo escolar. En las circunstancias más
extremas el estudiante puede llegar a plantear a sus padres el abandono de los
estudios y no por ello plantearse el acceso al mundo laboral. Se quedan al
margen de su desarrollo personal y profesional y optan por una situación de indeterminación.
En los adultos puede bajar el rendimiento laboral e
incluso poner en peligro su estabilidad, debido a un injustificado ausentismo. También
se presentan problemas de atención y concentración, debido a que el individuo piensa
continuamente en el juego y sus estrategias. Por el contrario, cuando juega, se
centra tanto en el juego que es muy difícil llamar su atención. Cuando la
persona no puede jugar o se le impide, experimenta una serie de estados
negativos como inquietud, angustia, depresión o irritabilidad. A s u vez,
cuando juega puede experimentar estados de euforia y sobreactivación.
Pueden darse una variedad de síntomas físicos como
consecuencia del mantenimiento prolongado de la postura y la conducta de juego:
sequedad ocular, dolores de cabeza, dolor de espalda y articulaciones, pérdida
de peso o excesivo aumento por una mala alimentación y deficiente ejercicio
físico.
También se altera el ritmo de sueño. Se duerme pocas
horas y habitualmente durante el día, dejando las noches para jugar.
Una de las reivindicaciones de quienes procuran que
el estado se comprometa en serio en prevenir la adicción al juego es limitar
los horarios de los Bingos, donde muchísimas personas pasan horas y más horas
sentados frente a las maquinitas tragamonedas perdiendo su dinero y destruyendo
su salud.
Si eso es grave y la regulación es necesaria, ¿cómo
hacer para regular el acceso al juego en la web? A priori, parece una empresa
ímproba, que nos lleva a otro plano: el de las relaciones entre las personas.
¿Hay en el universo afectivo de esa persona que está atrapada por la compulsión
de jugar alguien que sea capaz de advertirlo y de intentar ayudarla? En tiempos
en que tenemos posibilidades múltiples de comunicación, ¿cómo hacer para que
las personas no queden sumergidas en semejantes soledades?
Obsesión
y compulsión
*¡Ay, quería hablarle! ¡Tampoco estás en whatshapp!
*Y ahora q hago? No sé cuando voy a poder dormirme…
El diccionario define a la compulsión como un
“impulso irresistible u obsesivo a la repetición de una acción determinada”. Si
el acto no se realiza suele padecerse una gran ansiedad. Esa conducta puede ir
en contra de los propios valores o conveniencia, lo que provoca sentimiento de
culpa, en la medida que la persona es conciente del sinsentido de sus
compulsiones.
Suele distinguirse entre obsesión y compulsión.
Mientras la compulsión es entendida como la inclinación irreprimible a hacer
algo, la obsesión es entendida como una idea, un deseo, una preocupación que
alguien no puede apartar de su mente.
Desde Freud en adelante la sicología ha avanzado en
la comprensión del fenómeno obsesivo. Desde lo dinámico, es entendido como una
cuestión de pulsión de dominio, de control y de pérdida de control entendidos
como un par antitético. Desde el punto
de vista genético está en relación con la fase anal (desarrollo del control de
esfínteres, entre poco más del año de vida y los tres años).
Las pulsiones son ambivalentes por esencia porque el
sistema pulsional funciona de manera bipolar: muerte- vida, amor- odio,
control- pérdida de control.
Es interesante detenerse en la etimología de las
palabras. Obsesión procede del latín obsedere,
que significa asediar, bloquear. Obsedere
está compuesta del prefijo ob que significa enfrente, opuesto y del verbo sedere, estar sentado. Literalmente
obsesión quiere decir “estar sentado enfrente”. Compulsión, procede de compellere, que significa obligar, es
decir, ejercer una fuerza. Así pues la etimología de obsesión nos lleva al polo
pasividad de la pareja de opuestos actividad-pasividad y la compulsión al de
actividad.
El fenómeno obsesivo en general, se sitúa
exactamente entre el control y la pérdida de control y expresa la tensión
existente, la tirantez, entre los dos polos. En el fondo es un fenómeno normal,
natural y universal, que forma parte de la mecánica de las pulsiones. El
problema surge cuando hay un exceso de dominio (ya sea del lado del control o
de la pérdida de control), y el funcionamiento pulsional es demasiado rígido.
Sucede como si el mecanismo que hace el relevo entre el control y la pérdida de
control se agarrotase y cuando se pone en funcionamiento lo hiciese a saltos, a
tirones. En ese momento es cuando el yo pone en marcha los mecanismos de
defensa para intentar resolver el conflicto. Si eso no es suficiente aparecen
las manifestaciones sintomáticas.
El comportamiento compulsivo no
está limitado solo al abuso de sustancias. La adicción al juego (ludopatía) a
los videojuegos, al internet, al sexo o la pornografía, son solo unos cuantos
ejemplos de este tipo de comportamiento. Podríamos nombrar muchos más. La
compulsión es un patrón de conducta en el cual la persona desea no participar
pero le es imposible detenerse ya que siente gran ansiedad e inquietud o
malestar. Estas emociones se presentan cuando la persona compulsiva detiene el
patrón de conducta negativo. ¿No parece la descripción de una adicción?
Dado el tiempo que el adicto dedica a pensar en que
momento consume, como consigue la sustancia de abuso y como la financia, se
podría decir que la línea que divide una adicción de una obsesión-compulsión no
es muy clara, y hasta podría decirse que en algunos casos sería arbitraria.
El momento en que un pasatiempo o actividad
recreativa se convierte en una obsesión-compulsión es relativo, poco claro y
difícil de definir. Ejercitarse 4 o 5 horas al día de lunes a domingo: ¿Es una
práctica saludable para mantenerse en buena forma o evidencia una conducta
obsesivo-compulsiva?
Si detener el patrón de conducta causa gran malestar
o es imposible, si trae más problemas
que beneficios, si se dejan de lado otras actividades importantes y se limita la
vida social, si se desarrolla actividad solo o siempre con las mismas personas,
si se vive con ansiedad, confusión o vergüenza, si se siente que debe detener
esa actividad reiterada o vendrán consecuencias negativas, estamos ante un
comportamiento compulsivo.
Stalkear
a los stalkeadores
*¿Mañana llegará nuestro día deseado? ¡Decime que sí
si estás ahí!!!!…
*A la mieerrrrdaaaa con todoo,,, Me pudriste!! — me
siento forreada. Estás bloqueado.
Stalkear se vuelve una palabra más usual y diversas
publicaciones abordan el fenómeno.
En general, lo hacen con el aliento periodístico de
las notas que identifican “nuevas tendencias”, relatando sus modalidades,
alertando sobre los riesgos y brindando consejos que para enseñar a stalkear
atrasan y para defenderse no aportan demasiado.
Por supuesto, trabajan con el estereotipo del
acosador obsesivo apostando al miedo y, a su vez, muestran el stalkeo como algo
novedoso y atractivo. Es una lógica habitual de muchos medios, que convocan a
consumir lo que condenan.
También tienen consejos para los padres. Por
supuesto que no se ocupan de las causas del fenómeno, ni lo ponen en el
contexto de los modos en que nos comunicamos entre las personas y de las
particularidades de la comunicación entre los padres y sus hijos adolescentes.
Los consejos apuntan al control y al miedo, pero no
suman demasiado a la comprensión.
Pero a su vez, prevenirse de los stalkers puede
terminar en una conducta similar, en la medida que, con motivo de defenderse,
también se termina estando pendiente de lo que hacen otros.
Desde mucho antes de Internet, en el amor, la
preocupación por los espacios de libertad del otro termina arruinando el
disfrute de los momentos compartidos. La alegría por el buen momento vivido
juntos puede esfumarse si apenas se establece la distancia comenzamos a
preguntarnos con quién está el otro, qué está haciendo, si piensa o no piensa
en nosotros.
La novedad que se incorpora en las redes es que
ahora podemos no sólo saber si una persona está conectada o no, sino también,
si leyó o no leyó nuestro mensaje, cuánto tiempo lleva sin tener actividad y
también hacer un seguimiento bastante pormenorizado de lo que hace fuera y
dentro de sus muros, a excepción del contenido de la mensajería personal, si es
que no media hackeo.
Así, los novios que se encontraron fugazmente
durante la siesta y estuvieron un rato mimándose, en el resto del día podrán
comunicarse por diversas vías con sus teléfonos, tablas y computadoras, decirse
cosas lindas, bromear, jugar…
Pero también podrán estar pendientes el uno del otro
desde la perspectiva de los celos: a quién le escribe, se conecta, no se
conecta, me responde, no me responde, lee lo que le envío, no lo lee.
Así, se corre el riesgo que el afecto compartido
esté en controversia y sujeto a examen en todo momento, con lo cual, la
obsesión puede pasar a ser más importante que el amor por el otro.
A una sucesión de mensajes o señales cada vez más
vehementes para llamar su atención, puede llegar el enojo, a veces extremo, y
las eventuales reconciliaciones, con un mecanismo de comportamiento muchas
veces semejante al del violento que se arrepiente de su reacción o del bulímico
que entra en culpa por su atracón.
El efecto de las respuestas oportunas y de los
buenos momentos es cada vez más breve, la ansiedad obsesiva va ganando espacio
y la relación entra en un camino que no parece tener retorno.
Pero además, en su obsesión, la persona controla
noche y día, cambia sus hábitos de sueño y de alimentación y pierde el rumbo en
su relación con esa y con otras personas.
¿Se soluciona el problema con vigilancia y control?
Por supuesto que un padre necesita saber por qué andariveles transitan sus
hijos. Pero no servirá de mucho que se vuelque sobre su comunicación en la web
para tratar de conocerla e intentar ponerle límites, si antes, no ha construido
una relación de diálogo que lo respete, comprenda la perspectiva de su edad,
entienda que no podrá brindarle todo digerido y tendrá que vivir muchos
problemas por sí mismo y procure desde las palabras y el comportamiento que
existe un camino para relacionarnos de manera sana con las personas que
queremos.
¿Qué le puede decir a una hija adolescente una madre
que vive en el rencor por la ruptura de su matrimonio? ¿Qué autoridad puede
tener un padre para intentar poner límites si su presencia es escasa y
desconoce las preocupaciones e inquietudes de sus hijos?
Nadie está exento de padecer una conducta adictiva o
que algo similar le suceda a uno de sus hijos. ¿Quién no ha tenido que
esforzarse para ponerle límites a una pulsión que se vuelve más fuerte que su
voluntad?
Por supuesto que podemos ayudar a nuestros hijos y a
nuestros seres queridos, pero el primer paso es la actitud y el compromiso con
que construimos cotidianamente nuestras relaciones afectivas.
Una madre que advierte que su hijo se queda
despierto hasta la madrugada, duerme mal, está distante y a su vez percibe por
sus mensajes que se encuentra angustiado y obsesionado por una situación,
tendrá más chances de comunicarse con él, tenderle una mano o incluso ponerle
un límite desde la autoridad que brinda haberlo escuchado y respetado desde
siempre.
En general tendemos a considerarnos comprensivos y a
creer que hacemos lo suficiente. No está mal poner eso en controversia, mirarse
con ojo crítico, buscar la voz del otro y de otros, tener otra perspectiva que
nos permita ver mejor como se desarrollan y sostienen nuestras relaciones.
Así como frente a la inseguridad piden mano dura y
más vigilancia, una lógica similar se alimenta desde los medios frente a los
problemas diversos. Skaltear no es la excepción. La lógica de la vigilancia y
el control, lejos de solucionar el problema, lo agrava, porque convierte la
convivencia en una red de temores, sospechas y desconfianzas. Vigilar se vuelve
un fin en sí mismo.
Antes de controlar hay que entender cómo se están
comunicando y vinculando sus hijos, como construyen su universo de afectos, los
temas de interés. Y luego, procurando que fluyan del mejor modo posible y
evitando intervenciones condicionantes, preservar el espacio de diálogo y de
autoridad con ellos, tanto en términos cotidianos como frente al alerta de
alguna situación compleja o peligrosa.
Pero lo que es más importante aún: el primer paso
para comprender cómo se comunican nuestros seres queridos es reflexionar acerca
de cómo lo hace uno. No demos por sentado que está exento de problemas y
riesgos nuestro comportamiento por más naturalizado que lo tengamos.
Los
padres, los adolescentes y la sociedad de consumo
.”Estoy muy preocupada por mi hijo mayor… se pasa
muchas horas encerrado en su cuarto…¡jugando a esos juegos que se ofrecen en
internet!.. hace meses que no rinde una materia en la facultad, ya no ve a sus
amigos y, además, desde que perdió su trabajo no se ha interesado por conseguir
otro…¿Qué puedo hacer?”.
En la última década de nuestro país han confrontado
dos proyectos bastante nítidos: el que hizo eclosión con la crisis 2001-2003 y
el que inició Néstor Kirchner y continúa Cristina Kirchner.
Es muy claro que el ciclo iniciado en 2003, de
naturaleza populista, se ha caracterizado por la reactivación económica, el
crecimiento sostenido del empleo, la
recuperación y ampliación de derechos y la resignificación de un proyecto de
Nación en el contexto continental y de creciente multipolaridad a escala
mundial.
Sin embargo, la maximización del consumo es un
elemento común a proyectos notoriamente antagónicos. Esta afirmación no estará
exenta de contradicciones, en la medida que muchos de quienes se sienten
comprometidos con los logros alcanzados, seguramente tienen una visión crítica
de la sociedad de consumo tal cual está concebida.
Sin embargo, en los momentos de dificultades
económicas, la apuesta a la ampliación de la capacidad de consumo de la
sociedad ha sido una herramienta esencial de la actual etapa. Probablemente
haya sido necesaria para seguir consolidando un rumbo. Pero está claro que la
lógica de la ampliación de la capacidad de consumo y la cultura que presupone alberga limitaciones
inherentes a las dificultades que se plantean para profundizar el rumbo.
Esta introducción viene a cuenta del contexto social
y cultural en el que crecen nuestros hijos y en el que se plantea su relación
con sus padres y con el mundo cuando entran en la adolescencia.
La maximización de la cultura del consumo, la
promoción de la insatisfacción en torno a necesidades impuestas y el fomento
del individualismo y el miedo son un escenario al que aún no se ha logrado
quebrar el espinazo desde una visión sostenida en el ser, la solidaridad, la
confianza y la esperanza.
Las posibilidades de divertirse y de amar aparecen
en muchos casos encerradas en ese contexto al que aludimos.
El acecho, la paranoia, la inseguridad, las
obsesiones y los comportamientos compulsivos encuentran un terreno más que
propicio y, a su vez, las personas desde la familia, sus organizaciones libres
y el propio estado no cuentan con herramientas suficientes para afrontar esa
realidad.
¿Cómo pueden hacer una madre y un padre para
sustraerse a la obsesión adolescente por la última novedad en el amplísimo
universo del consumo, que se persigue muchas veces más que por satisfacción
personal, para menguar la insatisfacción y acceder a la marca de pertenencia
que puede brindar lo deseado?
¿Cómo debatir con los jóvenes una lógica de
diversión y esparcimiento que no esté cortada por los intereses que lucran
vendiéndoles desde botellitas de agua hasta drogas prohibidas pasando por el
alcohol y los energizantes?
No se trata de demonizar ninguna sustancia o
artículo de consumo, sino de advertir como encarar el problema de que la
diversión está organizada por quienes explotan esos negocios legales o ilegales
imponiendo horarios, hábitos y muchas otras cuestiones que van convirtiendo a
los padres en espectadores a edades cada vez más tempranas.
El tema surge habitualmente en reuniones en las que
los adultos conversan. Son los menos los que se plantan desde una postura de
ejercicio de la autoridad. Muchas veces, prácticas como “la previa” de consumo
de alcohol en los hogares son tomadas como un consuelo porque “al menos sabemos
dónde están”. Sin embargo, que estén en casa no es garantía de que se estén
comunicando con sus padres.
Está claro que no pretendemos retornar a la lógica
de la convivencia familiar autoritaria estructurada en torno a la figura
paterna, de la cual subsisten aun numerosas rémoras y abusos y que, en buena
medida, tiene bastante que ver con esta lógica imperante que intentamos
describir.
Pero si planteamos que serán mucho más restringidas
las posibilidades de asistir a quien padece un comportamiento obsesivo,
adictivo y/o compulsivo si no se quiebra la lógica del egoísmo y la
incomunicación.
Esto implica, como punto de partida, comenzar por
revisar críticamente de qué modo nos estamos comunicando en el ámbito familiar
entre adultos y con nuestros hijos.
En una segunda instancia, requiere compartir el
problema con nuestras amistades y afectos, quebrando la lógica de resignación y
procurando generar y espacios de diálogo y sostener acuerdos para afrontar
estas situaciones.
Pero además, requiere que las familias encuentren un
aliado mucho más firme y activo en el estado desde los distintos ámbitos de
prevención, promoción de derechos y ejercicio de la autoridad pública, en
articulación plena con las diversas formas de organización popular.
En la familia, será imposible poner límites si no
hay diálogo y acuerdos básicos respecto al cumplimiento de las obligaciones y
el ejercicio de derechos. Diálogo para escuchar y entender, para poner oído
cuando hace falta, cuando tener paciencia cuando no hay condiciones de escucha,
para compartir momentos y actividades, para tener más tiempo que el que
habitualmente tenemos para los que queremos. Ese es el punto de partida para
luego poder determinar qué se puede hacer y qué no, qué obligaciones presupone
la confianza –que debe ser amplia.
No hay garantía de resultados. Aun cuando cumplamos
con estas premisas del mejor modo, no estamos exentos nosotros ni tampoco
nuestros hijos de atravesar situaciones difíciles y angustiantes. Pero
tendremos muchas más herramientas para afrontarlas desde esa lógica de
convivencia.
Dentro de ese panorama, frente a los riesgos de
comportamientos obsesivos, adictivos y/o compulsivos que están latentes en las
redes y en todos los ámbitos de convivencia, entra en juego hasta qué punto
tenemos derecho y necesidad de saber qué hace el otro y en qué medida no
terminamos cayendo en una actitud de acoso a partir de nuestra preocupación por
saber cómo manejan su vida de relaciones nuestros afectos.
¿Está mal que una madre o un padre lean que postea
en twitter o en Facebook su hijo o hija adolescente? Creo que la respuesta debe
ser puesta en contexto.
Los padres tienen la responsabilidad de conocer la
vida de sus hijos. Pero no puede tratarse de un conocimiento invasivo, obsesivo
y asfixiante. El diálogo y la memoria de lo vivido a edades similares deben
venir necesariamente en nuestra ayuda. No está mal que estemos atento no sólo a
lo que escriben, sino fundamentalmente a como estructuran su convivencia y sus
hábitos.
¿Chatear hasta la madrugada y levantarse al mediodía
es un hábito a tomar como “propio de la edad” sin hacer nada al respecto?
Probablemente no. Pero a su vez, eso implica una mirada integral respecto a
cómo está organizada su vida en torno a la escuela, el deporte y en su vida de
relación.
Implica asumir además que tomarán distancia de
nosotros de numerosas actividades que compartíamos cuando eran niños. Están
buscando su lugar, construyendo su espacio, necesitan probar sus alas y
deshacerse de nuestra presencia en múltiples aspectos. Pero no dejan de ser
nuestros hijos. Respetar ese crecimiento, encontrar nuestro lugar e ir
construyendo nuevos espacios para compartir y comunicarnos es el desafío.
Y en las situaciones críticas, desesperantes, de
conductas adictivas que ponen en riesgo la vida misma, tener conciencia de que
muchas veces están esperando un mensaje y una conducta inequívoca de nosotros.
Por nuestra tarea de investigación, recuerdo el
testimonio de un joven que procuraba rehabilitarse de la adicción a drogas
prohibidas. En el momento de desesperación que para él significaba la
compulsión por consumir en medio de la abstinencia, se sorprendió cuando su
madre se le plantó como una leona para impedirle salir a consumir y esa
situación fue un quiebre que le permitió sostenerse y seguir adelante con su
rehabilitación.
No hay una receta. Pero nos equivocamos si creemos
que estamos condenados a perder el oído y la atención de nuestros hijos. De
nosotros depende que seamos capaces de ejercitar la voz, la caricia, el abrazo,
la escucha, la paciencia, la firmeza, la compañía y la comprensión que tendrán
siempre a su mejor aliada en la palabra.
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