Cuando la
sonrisa se enciende suele suponer alteridad.
Personas,
situaciones que nos encienden el rostro y despiertan el movimiento de músculos que ya saben hacer esa tarea desde que nacemos.
Sin embargo,
hay momentos en que la sonrisa es un gesto íntimo, solitario. Momentos en que
nos miramos, nos reconocemos, nos encontramos con algo que pensamos, que nos
estamos diciendo y nuestra voz interior contagia a la cara dibujando una
mueca que no vemos, pero que por un instante nos entrecorta la respiración y
nos pone trémula la mirada.
Con esa
sonrisa recibimos algo que acabamos de entender, de descubrir, de recordar o de
decirnos.
Es un gesto
tibio, una caricia que nos permite dar otro paso, un espacio a partir del cual
caminamos con otro andar, con foco nuevo para nuestras incertidumbres y
nuestras certezas.
“Converso
con el hombre que siempre va conmigo”, escribió Machado.
Quizá sea
uno de los momentos de esa conversación en que un hallazgo de nuestra voz nos
invita a tocarnos el alma.
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