Entraron en la casa vacía. Él hizo silencio y se
quedó quieto mirando. A la casa le sentaban bien los pasos y la voz de ella,
que la relataba con entusiasmo. Al fin y al cabo, ése era el lugar que había
elegido para vivir con su hija y su pequeña perrita.
“Aquí vendrán las palabras y los colores”. Pensó él.
La frase cruzó como un suspiro mientras miraba la pared rojo lacre del patio.
“¡Ja! Rojo lacre ya está”, pensó. Una carta lacrada.
Un anciano sellando un viejo papiro. Algún día no muy lejano, ya nadie lacrará
papel alguno y ese rojo, de todos modos, seguirá llamándose “rojo lacre”. Se
miraron. No hacía falta lacre para que los ojos
de mar de ella fueran la marea de su memoria.
-No serán necesarios los frascos- dijo él.
-¿Qué?
“Que no serán necesarios frascos para guardar las
palabras”, pensó mientras la miraba con una sonrisa.
Las palabras nos habitan, nos persiguen o se nos
aparecen. ¿Acaso para encontrar alguna palabra esquiva tendrían que buscarla en
la casa?
Entraron en una de las habitaciones. Se besaron
contra la puerta de un placard. La luz de la tarde se insinuaba del otro lado
de la persiana. Pensó en ella y los colores.
“Azul. Aquí vivirá el azul en tus zapatillas”.
“Rosa. Compartiremos un sueño de elefantes rosas,
pero el rosa habitará las canciones hecho champagne”.
“Y el blanco de tu ambo bebiéndose la suave herejía
de tus colinas puras”.
“¿Y aquel vestidito rojo de las fotos de la vieja
casa? Quizá se convierta en flores de seibo que desde tus manos aprendan a
volar”.
-Los colores.
-¿Qué pasa con los colores?
-Tu casa se llenará de colores y cuando algo se
vuelva oscuro, podremos venir aquí a reencontrarlos.
-¿Y las palabras?
-¡Ah, las palabras! ¿Te puedo contar un secreto? –dijo
acercando los labios al lóbulo de la oreja izquierda de la muchacha.
-Sí.
-Las palabras están guardadas en unos frascos de
vidrio que quedaron en alguna parte del jardín de una casa de la calle
Rodríguez Peña surcado de senderos de hormigas negras. Dicen que alcanza con
caminar cerca de ellas para que uno consiga encontrarlas.
Y así fue. Vinieron palabras propicias para la casa,
como sillón, heladera, malvón o desayuno. Pero también llegaron otras que no
tenían mucho que hacer allí, como ligustro, duraznero o gallina ponedora. Y
hasta una hormiga negra se apareció caminando por la cabeza canosa de la
pequeña perra de la muchacha.
Una tarde, su niña estaba como loca cantando por
toda la casa y en una de esas le dio por pintar con lápices de colores y fue
donde ella estaba. Antes que se diera cuenta, ya había metido su nariz en lo
que hacía, justo por casualidad cuando ella acababa de escribir una palabra que
cada vez se le aparecía más seguido en la pantalla. Minimizó el explorador,
pero su hija ya la había leído y se puso a reír a carcajadas para luego mirarla
con lástima. La retó y las dos quedaron enojadas. Ella se fue al patio y se
quedó mirando el rojo lacre con toda la rabia.
Al día siguiente se encontró con él y le contó
indignada lo que le había sucedido.
-¡Te parece! ¡Ni siquiera tengo derecho a usar las
palabras!
Él le pidió que volviera a la casa y le mandara un
mensaje desde el patio.
-Llevá esto- dijo poniéndole una pequeña piedra en
la mano. .Me quedaré aquí anotando algunas cosas en mi cuaderno.
“Ya estoy en el patio”, decía el whatsapp que le
envió ella.
“Mirá el dibujo hecho con tiza en el suelo”,
respondió él.
Ella se inclinó hacia delante y arrojó con gracia la
piedra.
“Rayuela”, escribió él en el cuaderno.
“Amor”, escribió ella en la baldosa del cielo y vio
encenderse una tilde celeste en el piso, similar a la que se dibujó frente a él
junto a la palabra recién escrita en el cuaderno.