Él hizo su
obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos
ordenaban,
exactamente: soltarla
al
momento justo.
Nada.
Pedro
Salinas, España, 1891.
Primero silencio.
Hasta que comenzaron a desperezarse los ruidos. Es decir, estaban allí. Eran
los oídos los que se asomaban, empezaban a descubrirlos desde el umbral del
sueño. Carros lejanos. Una conversación en la calle. Una canilla vertiendo agua
en una palangana. La respiración de Arelis. Así también, creciendo, la luz. O
sea, los ojos aprendiendo en la penumbra tenue. Haces que se filtraban por la
ventana de metal. Linterna en el polvo. ¿Tendrán crujidos y ecos esas
partículas flotantes? Por un segundo sintió que no había gravedad. Nada
cósmico. Era bueno el colchón. Era un
gran lugar esa habitación. Seguía un orden natural. Todo estaba a la altura que
estaba simplemente porque ese era el lugar en que debía estar. Las partículas
entrando y saliendo del haz, ellos en la cama, el televisor en silencio a sus
pies, Sammy Sosa bateando en el almanaque de la pared, un rosario levitando
sobre la cabecera de la cama. Ese amanecer no sería eterno. Pero aceptaría de
buena gana que una voz misteriosa le susurrara que su vida había sido una
excusa, un juego de laberintos para llegar a ese momento. Crecerían los sonidos
y la luz, Arelis se levantaría a preparar el desayuno, Azúcar encendería la
radio, Gustavo se afeitaría en el baño sin espejo apenas con una jarra de agua,
saldrían para echar un primer vistazo. No la despertó. Se quedó mirándola. Jugó
a copiarle el ritmo de la respiración. Siempre tibia la sombra del muro de su
espalda.