martes, 23 de enero de 2018

UN HOMBRE SOBRE RULEMANES



Un hombre sin piernas tocó a mi puerta para venderme un cesto metálico para la basura. 

El timbre sonó y me asomé  sin usar el portero eléctrico. Frente a la puerta de calle me encontré,  a la altura de la cerradura, con la mirada de un tipo parecido a Carlos Santana que se sostenía erguido sobre una tabla con cuatro ruedas de rulemanes, como los cartings que nos inventábamos cuando éramos niños.
-Ya tengo un cesto- dije señalando con los ojos el armatoste de hierro  plantado junto a un poste telefónico . Tenía espacio para dos bolsas de consorcio  llenas y tapa para evitar que las rompan los perros.
Los que él ofrecía los llevaba un chico de no más de doce años en el canasto de un triciclo de reparto. Eran para bolsas pequeñas y estaban pintados de negro.
- Ya lo ví- respondió con un dejo de amargura. -Pero yo necesito venderlos para que mi hijo pueda seguir estudiando.
Me quedé mirándolo. Es increíble la cantidad de pensamientos que caben en unos pocos segundos. "¿Tengo que tener dos cestos para que estudie el chico? ¿Es justo que me ponga en situación de no poder negarme? ¿Cómo habrá perdido las piernas?  Vende sólo eso, no puedo ofrecer comprarle otra cosa. Ni darle alimentos o un poco de dinero. Está trabajando y no mendigando. Mejor le digo que no y punto".
-¿Cuánto valen?
-Mil. 
Mil. Hace meses que mil no es mucho. Pero dolió  oírlo. ¿Mil pesos por abrir la puerta para que me vendan algo que no necesito? ¿Quién dijo que está bueno quedarse en casa un sábado?
-¿Le vas a comprar, papá?  - preguntó mi hijo mirándome con ojos de perro triste. Me siguió al verme abrir la puerta y se paró a mi lado lleno de curiosidad. "¿Está bien que él vea la tragedia de este medio hombre?", pensé sin evitar que permaneciera. Llevamos poco más de 4 años en esta casa de Burzaco. Le   caímos bien a la dueña y nos ha renovado el contrato de alquiler  sin problemas. Sólo él y yo vivimos aquí y desde que calmé la curiosidad  de la mujer contándole brevemente nuestra historia, comenzó a cuidarnos con sigilo y a distinguirnos con pequeñas atenciones.
"Pobre, sin su mamita", me dijo una vez en voz baja mientras lo miraba andar en bicicleta por la vereda. La conversación no pasaba de eso, porque no le respondía con más que un suspiro profundo o un gesto de circunstancia. El alquiler es barato y nos permite vivir con los trabajos que hago desde mi casa por la web y con la renta  de nuestra vieja casa, donde no queremos vivir. Así, puedo estar todos los días dedicado a mi hijo. Somos inseparables y nos llevamos bien. 
-Usted me mira sobre mi tarima y se preguntará que pasó con mis piernas -dice y pienso que no quiero que mi hijo oiga esa historia. -Fue un tren- agrega sin darme oportunidad a decir algo-. Las ruedas me partieron al medio. El tren pasó y yo veía mis piernas entre las vías apoyado sobre estas manos. La gente se juntaba a mi alrededor a mirarme y yo pedía a gritos que alguien me mate. Pero no se apiadaron de mí y me salvaron. Ya pasaron veinte años de eso. En aquellos tiempos no hubiera podido imaginar que iba a ser padre alguna vez.
-Terrible.
Me escuché decir esa palabra. Terrible. Pero no estaba impresionado o conmovido, quiza porque vivía bastante insensibilizado. Me preguntaba si la historia era cierta. ¿Por qué la suspicacia? ¿Por qué no creerle sin reservas? Mi hijo no dejaba de mirar al hombre. Él le había creído. Sabía de pérdidas demasiado para su edad.
-Se lo dejamos colocado donde usted diga -insistió balanceándose sobre el carrito al tiempo que apoyaba las manos sobre las baldosas de la vereda-. Mi hijo hace la colocación.  Y se lo dejo a 800.
Para eso era la pala asomada en el triciclo. El niño permanecía de pie junto a él, atento y en silencio. Un niño junto a su padre. Como mi hijo junto a mí. No quedaba más para agregar. Sólo restaba que respondiera si iba a comprar un cesto que no necesitaba. Los dos niños y el hombre sin piernas estaban pendientes de lo que yo fuera a decidir.

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