Leo leyó la carta otra vez y se la guardó en el bolsillo del pijama verde.
Los chicos ya habían escrito las suyas con Antonella y habían preparado el pasto y el agua para los camellos.
Todo estaba listo, hasta el último detalle.
"Ahora que tu mayor deseo se ha cumplido, nosotros nos atrevemos a pedirte algo", comenzaba la misiva manuscrita.
Al principio no entendía. Luego vaciló. Pero algo le decía que podía ser verdad. Y ante la duda, decidió tomar por cierto el pedido.
Al fin y al cabo, no eran deseos disparatados.
Llamó a su compañero y le pidió el favor con el nombre que debía escribir en la dedicatoria. Luego llamó al Negro, que lo atendió sorprendido.
"¡Para mi es un honor!", le respondió. "Es más: si dan los tiempos y consigo pasajes te la llevo yo".
Después de cenar, con Antonella dejaron jugar a los chicos un rato y los mandaron a la cama. Habían tenido un día intenso y el sueño le ganó rápido a la curiosidad. Luego prepararon todos los regalos para que estuvieran en el lugar indicado cuando amaneciera.
-Falta tirar el agua y el pasto- , dijo ella.
-Anda a descansar que yo me encargo. De paso me quedo un ratito viendo algo.
Y allí quedó, solo en el silencio de la noche, sentado en un sillón junto al balde y el fardo de pasto.
Recordó sus noches de Reyes en La Bajada. Luego se sintió ridículo por un instante. "¿Qué hago esperando sólo acá?", pensó sin poder contener la risa.
Luego se mantuvo quieto escuchando el silencio. No era una pavada oírlo así, tan imponente, en una vida de tantas voces, multitudes y gritos.
Unos minutos después, de la nada, tres tipos con turbantes aparecieron frente a él.
-¡Hola, qué placer encontrarte!- dijo el de barba canosa. -¡Estamos muy felices!
Los otros dos asintieron sonriendo.
-Hola, gracias por venir- respondió él. -¿Quieren tomar algo?
-Ojalá pudiéramos. Pero es nuestra noche más complicada- contestó el moreno. Leo lo vio parecido a Dembelé, con sus ojos saltones.
-Será mejor que vayamos a lo nuestro- dijo el del medio. Quizá no pudiste conseguir todo lo que te pedimos.
-¡Sí, sí! Está todo y alguna sorpresita más. Esperen un segundo.
Leo salió y en menos de un minuto regresó acompañado por alguien.
-Tomen. Esta es mi camiseta firmada. Les preparé una para cada uno.
-¡Buenísimo.
-Acá está la del Fideo. Me dijeron que era dedicada a Melchor, ¿no?
-Sí- replicó el rey emocionado.
-La del Negro Enrique era la más difícil. Pero miren, se las trajo él en persona.
-Si- sonrió el Negro sin entender demasiado. -Aquí la tengo. ¿Baltasar cuál es?
-¡El negrito! -exclamó Leo riendo. -¿No los conocés?
-¿Son los dueños del PSG? Hablales de mi hijo...
-¡No! Son los Reyes Magos.
-Ah, claro- exclamó intentando seguirle la corriente.
Baltasar recibió la camiseta y le dio un abrazo interminable.
¿Puedes contar otra vez lo del pase a Diego?- le pidió.
Los ojos pícaros del Negro Enrique relataron la jugada otra vez.
-Muchachos, no imaginan lo felices que estamos- dijo Melchor con cierta solemnidad. Nos quedaríamos toda la noche, pero tenemos que seguir con lo nuestro.
-Si, claro, vayan. Y gracias por la pelota que me trajeron cuando era chiquito.
-No nos gustaría mentirte- dijo Gaspar. -Creo que esa te la regalaron tu papá y tu mamá. ¡Pero si recuerdo unos botines!
Se dieron un último abrazo y los tres Reyes de Oriente caminaron hacia el ventanal y desaparecieron en la oscuridad.
Los dos campeones se quedaron en silencio mirando hacia la ventana.
¿Cómo salieron? -preguntó Enrique con asombro.
-¡Yo qué sé! Son los Reyes, Negro, son los Reyes...
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