Musa es zulú. Musa beats the drum. Musa inicia su viaje con su pequeño tambor, él que le regaló su padre. Va en busca de su tío, después que la “plaga” de SIDA lo dejó huérfano. Un camionero lo levanta en la ruta y lo lleva hasta la ciudad. El dueño de la empresa en la que trabaja ese camionero es un sudafricano blanco que tiene un hijo del que espera lo ayude con su compañía. Pero su hijo está enfermo: la misma plaga que se llevó al padre de Musa. Quedan unos cuantos detalles más de la historia que cuenta esta película. De todos ellos, me quedo en el de la foto del hijo del empresario, cuando niño, cargando su pequeño tambor.
Cuando juega, mi hijo Felipe toca el tambor. Sus manos pequeñas repican sobre la mesa en la que come, sobre el respaldo del sillón, sobre el escritorio, sobre este teclado en el que escribo, contra las paredes. Paula ha prometido que regalará un tambor a su sobrino Felipe. Y yo, que había tomado la promesa con una sonrisa, pero sin darle excesiva importancia, ahora estoy impaciente. Quiero que Felipe tenga su tambor. Quiero seguir repiqueteando mis dedos sobre el teclado. Quiero que los tambores suenen. Beat the drum. Para perder el miedo, para que podamos mirar la verdad a los ojos. Los ojos de Musa, los del niño de la foto, los de Felipe. Muero de ganas de ir a comprarle el tambor mañana mismo, pero la tía Paula no me lo perdonaría nunca. Digo mañana porque ahora es madrugada. Felipe duerme en su cuna, y Juana, sobre el pecho de su madre, con el oído pegado al tambor que oía cuando estaba en su vientre. Yo sé que un tambor no es nada más que eso, y lo más probable es que Felipe se termine aburriendo del regalo de su tía y el tambor termine guardado con otros juguetes viejos. Pero al ver a Musa, a Felipe, a Juana, al niño rubio de la foto, me doy cuenta que una buena manera de estar aquí es hacer que los tambores no dejen de sonar.
Cuando juega, mi hijo Felipe toca el tambor. Sus manos pequeñas repican sobre la mesa en la que come, sobre el respaldo del sillón, sobre el escritorio, sobre este teclado en el que escribo, contra las paredes. Paula ha prometido que regalará un tambor a su sobrino Felipe. Y yo, que había tomado la promesa con una sonrisa, pero sin darle excesiva importancia, ahora estoy impaciente. Quiero que Felipe tenga su tambor. Quiero seguir repiqueteando mis dedos sobre el teclado. Quiero que los tambores suenen. Beat the drum. Para perder el miedo, para que podamos mirar la verdad a los ojos. Los ojos de Musa, los del niño de la foto, los de Felipe. Muero de ganas de ir a comprarle el tambor mañana mismo, pero la tía Paula no me lo perdonaría nunca. Digo mañana porque ahora es madrugada. Felipe duerme en su cuna, y Juana, sobre el pecho de su madre, con el oído pegado al tambor que oía cuando estaba en su vientre. Yo sé que un tambor no es nada más que eso, y lo más probable es que Felipe se termine aburriendo del regalo de su tía y el tambor termine guardado con otros juguetes viejos. Pero al ver a Musa, a Felipe, a Juana, al niño rubio de la foto, me doy cuenta que una buena manera de estar aquí es hacer que los tambores no dejen de sonar.
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