En un encuentro en Café Dalí de Lomas de Zamora mi novela “24/3/76,
Historias de un día” fue una buena excusa para hablar de la memoria y las
palabras partiendo de dos preguntas que se ha hecho Noam Chomsky en su obra “El conocimiento del lenguaje”.
La primera busca explicar cómo los seres humanos,
cuyos contactos con el mundo son breves, personales y limitados, son capaces de
saber todo lo que saben. Lo denomina “el
problema de Platón” y para contribuir a desentrañarlo, realiza una valiosísima
investigación sobre el lenguaje en la que concluye que no es sólo una
construcción cultural sino una facultad innata.
La segunda pregunta es cómo conocemos tan poco en
circunstancias en que disponemos de una evidencia muy amplia. Lo denomina “el problema de Orwell” y alude a la
capacidad de los poderes dominantes en una sociedad de imponer y sostener
creencias ampliamente aceptadas en flagrante contradicción con hechos obvios
del mundo circundante. El caso de Vladimir Vanchev, un locutor de Moscú que
cometió la herejía de salirse del relato permitido e impuesto al hablar
expresamente de la “invasión” de la
URSS a Afganistán, sirve para explicar como la cuestión se presenta en
sociedades consideradas totalitarias. Para el sistema soviético no existía tal
invasión y Danchev fue retirado de circulación y repuesto en su cargo luego de
un “oportuno” tratamiento psiquiátrico. Pero Chomsky sostiene que lo mismo
sucede en sociedades consideradas democráticas y estudia el caso de la invasión
a Vietnam, demostrando que durante 22 años no fue considerada como tal en
ninguna manifestación política o periodística en los Estados Unidos. Incluso cuando
la presencia en Vietnam se volvió impopular, no se reaccionó desde la convicción
ética de lo indebido que es invadir y atacar a las personas de otro país, sino
porque las pérdidas económicas y de vidas estadounidense la volvió “inconveniente”. Aunque no lo menciona,
Mohammed Alí al negarse a ir en Vietnam fue la voz que en Estados Unidos se
animó a plantear claramente la realidad sustraída al debate.
Concluye el planteo señalando que “el problema de Platón e intelectualmente excitante”, pero “a manos que lleguemos a comprender el
problema de Orwell y a superarlo, existen pocas probabilidades de que la
especie humana sobreviva el tiempo suficiente para descubrir la respuesta al
problema de Platón y a otros que desafían nuestro intelecto y nuestra
imaginación”.
Una explicación posible es que partiendo del instinto
de supervivencia como raíz, las personas necesitamos caminos para seguir. Quienes
detentan situaciones de privilegio en el ejercicio del poder tienen la
posibilidad de marcarnos el rumbo y los límites de ese camino de modo que
resulte muy difícil salir de él, aun cuando sean muy evidentes los egoísmos sobre
los cuales está construido. Puede que en muchos casos esas verdades evidentes
no estén ausentes del todo, sino que permanezcan tras un velo como cuestiones
que la persona prefiere no afrontar. Quienes concentran el poder escriben el
libreto y son muchas las personas que, si no median situaciones de crisis
profunda (o a veces incluso en ellas) son muy reacias a abandonarlo, aunque ese
guión les brinde un lugar pequeño e injusto.
Pensar desde lo cotidiano el 24 de marzo de 1976 tiene
como desafío analizar cómo las personas, en un día trágico de la historia,
siguieron adelante con sus vidas, ya sea sufriendo expresamente esa tragedia,
con conciencia de ella o a veces, en un ejercicio de rutina que sólo los conectó
tangencialmente con lo que sucedía.
En ese encuentro de café, muchos de los presentes se
animaron a poner en palabra los recuerdos que llevaban en silencio de aquel 24
de marzo. A varias de esas personas las conozco hace años. Sin embargo,
surgieron allí cosas de sus vidas que desconocía, e incluso, en algunos casos,
que era la primera vez que relataban, sobreponiéndose a la emoción y con voz
entrecortada.
¿Por qué fue importante? Porque para animarnos a
intentar otros rumbos que los permitidos, es imprescindible la memoria. No por
casualidad quienes ejercen el poder se esmeran en imponer su relato del pasado.
Creo que este
tipo de ejercicios sirven para interpelar nuestras prácticas políticas. Quienes
nos planteamos estas cuestiones y sostenemos un determinado compromiso, no
solemos poner en palabra y en diálogo cómo vivimos las cosas y solemos
refugiarnos en un relato desde el cual tenemos escasos o nulos espacios de
comunicación con quienes no lo registran o lo cuestionan.
Alguna vez Alejandro Dolina dijo que Néstor Kirchner
se atrevió a transitar por caminos que nadie se atrevía. Seguramente que eso
requiere decisión y coraje, pero además, nos demanda la paciencia, la
comprensión y la capacidad de convencimiento que permitan que sean muchos los
que se animen a transitarlos.
El problema de Orwell también vive en cada uno de
nosotros. Oigamos la voz del Danchev o el Mohammed Alí que llevamos dentro para
animarnos a aquellas verdades a las que por alguna razón esquivamos la mirada.
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