Mugre, óleo de Connie Pini |
El negocio del Sr. X era la mugre.
No sólo la repartía a domicilio, la esparcía
por las calles, la hacía volar por el aire, la posaba sobre la ciudad como
niebla o ceniza volcánica.
También había logrado que su mugre vibrara en las pantallas, se escribiera en los zócalos, se respirara en los teléfonos, se declamara en las radios.
Mugre de personas, mugre de pasados, mugres
inventadas, mugres inexistentes, mugres de unos derramadas sobre otras, mugres
espiadas, presumidas, mugres deseadas.
Tanta mugre que la mayoría de las personas no
conseguía hablar de otra cosa que de mugre.
Así siempre hasta que un día, a cara
descubierta y a plena luz del día, alguien edificó de la nada una montaña de
mierda en su hermoso jardín. Se ve que la imagen del frente de su casa repleto
de heces tenía algún tipo de atractivo, porque las personas se acercaban a
mirar, le tomaban fotos, las compartían con otras personas y, al menos por unos
días, eran pocos en la ciudad quienes no hubieran visto la montaña o no hubieran hablado de la escandalosa
mugre del Sr. X.
-¿Cómo es posible esto? ¿Acaso hay impunidad
para llenar de mugre la vida de un ciudadano honorable?- se indignó. Redactó
quejas, elevó protestas, habló de su buen nombre y honor, acusó a brujas de
ayer y a magos de hoy.
“No se puede vivir más así”, gritó.
Pero siguió. Había quedado manchado y su
negocio ya no era él de antes, pero no sabía hacer otra cosa que vivir de la
mugre.
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