lunes, 20 de abril de 2020

VELLO PÚBICO



Un pelo negro enrulado. El motivo de la discordia.
Un pelo negro pegado al jabón amarillo que está tirado en el fondo de la bañera.
Me inclino, tomo el jabón, quito el cabello con una uña y lo dejo caer en el cesto de los papeles.
Los espejos del baño aún están empañados. Huellas de pies mojados se desdibujan hacia la habitación. Recién fueron gritos, pero ahora es peor. Laura lllora desconsolada. Está sentada desnuda sobre la cama de dos plazas. En la pendiente de sus mejillas rojas, gotas que caen desde la cabellera empapada se deslizan junto a sus lágrimas.
La miro. No sé si irme a la cocina o intentar consolarla. No hago ni una cosa ni otra. Sólo la miro.
-¡No aguanto más!
"No es para tanto", pienso. Sé cuánto le molestan esos detalles y siempre trato de quitar de todas partes los cabellos que se desprenden de mi pubis. De los jabones, del borde del inodoro, del bidet, de donde sea. Secar las gotas de orín, no dormir con la camisa del día, no responder con monosílabos, no mirar el celular mientras comemos.
Lo intento, aunque el esmero que le pongo sólo parece confirmar que no lo lograré. En la prisa de los días anteriores a la pandemia, con pocas horas en común, esos detalles se diluían en el vértigo o la rutina, eran apenas una canilla que gotea y sólo de vez en cuando decidíamos oír.
Pero ahora, ella llora en la cama, yo sigo ahí parado y siento que ya no hay nada que pueda hacer. Ni siquiera puedo hacerle el obsequio de irme. Estamos en cuarentena y es en este departamento donde amaneceré.
Me asomo y miro al hueco del edificio. Son casi las dos y aún hay muchas ventanas con luces. No sé cuántas horas pasaron desde que se oyó el Himno. Ni siquiera un balcón a la calle tenemos. Pero aquí estoy, de pie junto al malvón que vive asomado al vacío y al cielo en su maceta colgante.
No tenemos dónde ir. Ni el malvón ni yo.
"No aguanto más", dijo ella.
¿Qué me queda por hacer si ya no aguanta más? Mañana se levantará, se maquillará como si fuera a salir y dará sus clases virtuales. Allí estarán sus estudiantes, con sus madres y sus padres ayudando, escondidos de la cámara, dirigiendo cada respuesta. Sucedió así desde la primera clase virtual. Al principio le hizo gracia. Ahora la incomoda.
"¿Por qué te molesta? Al menos con la cuarentena se involucran más que antes".
"¡Es como si en el aula estuvieran parados detrás de sus hijos, mirándome fijo!"
Quizá por eso se arregla más que cuando iba a la escuela. Y yo ahí, sin nada para hacer, esperando poder cobrar mis diez mil pesos. Todo un pelo el del jabón.


"¡Te dije que te desconectes de una vez!", grita una mujer desde alguno de los departamentos. Al menos aquí no nos gritamos de pabellón a pabellón como en las prisiones.
Tomo un pocillo y riego el malvón. Vacilo un instante y vuelvo al baño, donde todo empezó.
Me desnudo. Hago correr el agua de la ducha. Tomo una tijera. Voy recortando mis cabellos y arrojando los mechones en el cesto.
Primero la cabeza. Luego los enrulados pelos del pubis. Me meto a la bañera, me unto con el jabón de la discordia y me rasuro.
Lo hago con cuidado y esmero. Cierro el grifo, tomo el toallón y me seco. Luego quito hasta el último vestigio de mi tarea. Salgo del baño desnudo, sin mirarme al espejo. Allí estoy otra vez, de pie frente a ella. Ya no llora. Está entretenida en su teléfono. De pronto, alza la cabeza y me mira.
-¡Sos un pelotudo!- dice sin poder contener la risa.

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