Un día mi ojo derecho comenzó a
llorar.
Pensé que era conjuntivitis o
algo por el estilo y probé con todo tipo de colirios.
Pero no hubo caso. Su llanto no
cesaba.
Pensé que quizá se trataba de
alguna pena. Pasé revista a todos mis dolores. Eran tiempos difíciles. Aún
vivía mi padre. Mi hermano había armado un club del trueque. Yo no tenía ni
hijos ni casa. Recuerdo que pensé en todo tipo de quebrantos. Desde los más
triviales hasta los más profundos. Hubiera podido llorar por cualquiera de
ellos. De hecho, varias de esas penas alguna vez me habían arrancado el llanto.
Pero nunca de un solo ojo. Ninguna explicaba que llorara sólo del ojo derecho.
¿Acaso la razón tenía que ver con
el lado izquierdo del cerebro? Me hice experto en hemisferios cerebrales y por
un momento creí estar cerca de la respuesta. Al parecer, el hemisferio
izquierdo del cerebro controla el lado derecho del cuerpo y viceversa. A su
vez, descubrí que el derecho es el de las imágenes y los sentimientos, mientras
que el izquierdo se encarga del lenguaje y las matemáticas.
La búsqueda me puso cara a cara
con una idea literaria. Pensé en un niño que lloraba todo el tiempo del ojo
izquierdo. Algo en lo que le tocaba ver
en el mundo hacía que su hemisferio derecho hiciera llorar a su ojo izquierdo, mientras
el otro hemisferio, comprendiendo cada paso de la vida con rigor lógico, nada
le pedía al ojo derecho. No era mala la idea, pero nunca avancé en la escritura
de esa historia, porque lloraba el ojo derecho y no el izquierdo, y su llanto
permanente me sacaba las ganas de escribir.
Pasaron días, semanas, meses tal
vez.
Hasta que al fin accedí a hacer
algo a lo que me había negado a pesar de la insistencia machacona de varias
personas.
Fui al oculista.
A la oculista. Porque era una
oftalmóloga. Tenía el pelo negro, una sonrisa tranquilizadora y cuando cruzó el
pasillo frente a la sala de espera diciendo mi nombre casi me enamoro. La
saludé nervioso, me senté dónde me indicó y se sentó frente a mí, aparato
oftalmológico de por medio.
Ella miraba mi ojo para averiguar
por qué lloraba. Yo la miraba a ella y no podía creer que ante sus ojos el lado
derecho de mi cerebro no hubiera hecho cesar el llanto al verla.
“Tenés astigmatismo”- me dijo.
Me agradó que me tuteara. Recordaba
la palabra, aunque había olvidado la diferencia entre astigmatismo, miopía o
presbicia.
“Ah”, respondí un poco abobado.
“Tu ojo derecho llora porque tiene
que esforzarse cada vez más para compensar la visión borrosa de tu ojo
izquierdo”.
Cerré el ojo derecho y la miré.
Seguía siendo hermosa, pero pequeñas
brumas volaban en su nariz y no lograba percibir el énfasis de su mirada. Cerré
el ojo izquierdo y abrí el derecho.
“Tenés que usar lentes”, dijo obsequiándome
una sonrisa piadosa.
Comenzó a escribir las recetas y
la imaginé sentada en su pupitre en la escuela secundaria.
“¿Ningunas gotas?”
“Ninguna. Hacete los lentes y no
vas a llorar más”.
Le sonreí y me fui rápido, porque
me di cuenta que me había emocionado un poco y estaba llorando de los dos ojos.
Nunca más volví a verla. Y mi ojo derecho no volvió a llorar en soledad.
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