La noticia informa que la justicia otorgó al genocida, Alejandro Guillermo Duret, permiso para salir del penal de Marcos Paz y asistir a un bautismo en el barrio porteño de Recoleta este domingo. No es descabellado pensar que se trate de una provocación deliberada. Alejandro Duret fue el responsable de la desaparición de Carlos "Chiche" Labolita, a quien atrapó utilizando como señuelo a su padre. En la madrugada que siguió al golpe del 24 de marzo de 1976, el teniente Duret, que había tomado el mando de las Flores, detuvo al padre de Labolita, con su militancia en la docencia gremial como excusa. Pero su verdadero objetivo era Chiche, quien junto a su compañera Gladys, ante la inminencia del golpe, había compartido pensión para refugiarse junto a Néstor y Cristina Kirchner.
Quienes otorgaron el permiso a Alejandro Duret no ignoran esta situación y no creo que se trate de una decisión estrictamente jurídica. La siento como una provocación, como una burla.
Por eso me animo a compartir dos fragmentos de mi novela "24/3/76, Historias de un día", que tienen que ver con cómo vivieron Carlos Labolita, su padre y el teniente Duret aquel día.
“Papá” se dice. Teme por él. Le habla a la distancia. Lo nombra. Le pide. “Andate, no te quedes allí” ¿Cuántas veces de niño lo invocó para que viniera en su ayuda? Sin embargo, ahora siente que es él quien debe acudir. Sabe que su padre no se irá. “Nadie me puede hacer nada porque nunca hice nada malo”. Ese es el razonamiento que mantiene al padre en el pueblo. No entiende que no alcanza, que estar libre de culpas no lo libra del peligro que se viene. Aunque no ha hecho más que abandonar la pensión y no tiene rumbo claro, Carlos camina hacia él. “No vayas a Las Flores”, es el consejo que el flaco le dio más de una vez. Pero irá. Aun ahora, que no tiene certeza de lo que hará en media hora, está decidido a ir.
El teniente y el docente marxista
“Ésta es la casa”, dijo uno de los policías frente al 676 de la calle Roca.
El teniente asintió. Hizo un gesto y los hombres uniformados bajaron y se prepararon para entrar. Una casa de pueblo. Reabrió en su memoria los papelitos de sus órdenes encriptadas. “Actividad docente y promoción de la teoría marxista”. Por eso buscaban al padre. También buscaban a su hijo, “vinculado a la actividad terrorista”.
Alejandro Duret tenía 23 años y había sido un estudiante brillante en la escuela de oficiales. Pero ahora, teniente con olor a subteniente, tenía un pueblo bajo su mando. Había estudiado una historia militar que muchas veces se magnifica, se llena de heroicidad, de horror o se mira desde las alturas como quien espía una partida de ajedrez. Pero su tarea parecía bastante más sencilla que la complejidad que trasuntaba el clima bélico que imperaba en esos días. Ya le había dejado en claro a los policías en la comisaría de Las Flores quién estaba al mando. Ahora sólo tenía que hacer salir al docente marxista de su casa y detenerlo.
Eran casi las dos de la madrugada y hacía menos de tres horas que Carlos Labolita estaba en su hogar. Había terminado de dar clases en la escuela de Las Flores cerca de las once de la noche. Era un ferroviario que pudo estudiar gracias a la flexibilidad horaria que instauró Perón para los que se capacitaban. Así devino profesor de filosofía y navegaba con sus reflexiones acerca de la naturaleza humana en las turbulencias de aquellos días difíciles. “¿Aquí no hay sindicato?”, preguntó apenas empezó a dar clases en esa escuela. En el ferrocarril había sido miembro de La Fraternidad, y al ver que los docentes no tenían representación se puso a organizar el gremio. Así conoció a Alfredo Bravo, quien lo guió para armar un sindicato con un centenar de afiliados. Después todo empezó a complicarse. La noche anterior había escuchado el llamado de Oscar Alende a respetar las instituciones y aunque se sintió conmovido, no tenía demasiadas esperanzas en que lo oyeran. La alegría con que vivió en los primeros tiempos la militancia de su hijo fue convirtiéndose en preocupación. No es sobrenatural ni hace falta telepatía para que dos personas que se quieren se piensen. Aquella noche dio la clase respirando la intranquilidad de sentir a su hijo en peligro. A cientos de kilómetros, el muchacho también pensaba en él. Padre e hijo, unidos en la angustia del uno por el otro. A la madrugada, cuando golpearon la ventana, se ilusionó por un instante con que fuera él. Pero quienes llamaban eran efectivos del Ejército. Al abrir la puerta tenían frente a sí a cinco o seis militares, que le informaron que venían a buscarlo por averiguación de antecedentes y lo sacaron de la casa. Ya en la calle, Carlos advirtió que había más de treinta milicos en varios vehículos. Por un instante su mirada se cruzó con la de un oficial rubio que parecía estar al mando del operativo. En la esquina lo encapucharon, lo subieron a un camión del Ejército y lo llevaron a la comisaría.
“No”, respondió cortante cuando le preguntaron si su hijo era montonero. Siguió respirando olor a betún cuando terminó el interrogatorio y lo dejaron solo en el calabozo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario