No tuvieron más remedio que incorporar la lucha emancipadora
de San Martín a su relato de la historia. Pero para los unitarios el Libertador
siempre fue un problema y en aquellos años, quisieron librarse de él en más de
una ocasión.
Lo llamaban “cholo”,
“tape” o “indio”. No existe certeza que Rosa Guarú, la niñera que lo crió,
haya sido su madre, pero él se burlaba de las pretensiones de linaje y se
sentía hermano de los pueblos hijos de esta tierra.
Conocemos desde la infancia la gesta que protagonizó en ese tiempo.
Pero quizá valga la pena poner énfasis en algo que no solía estar presente en
nuestros libros escolares: el hostigamiento a que fue sometido por la elite
unitaria, expresada principalmente en las figuras de Carlos María Alvear y
Bernardino Rivadavia.
Si los actos de las personas no son suficientes para definir
su identidad, sus enemigos suelen servir para despejar lecturas erróneas. En
Europa, José de San Martín peleó contra los franceses y a favor de la
Junta de Sevilla, que planteaba una
revolución democrática en España. Cuando vino a América fue coherente con esa
lucha y enfrentó la restauración absolutista.
El San Martín que nos relata Mitre es un militar talentoso y
recto que libera naciones vecinas sin visión continental, carece de capacidad
política y no tiene otra relación con
los pueblos originarios que utilizarlos circunstancialmente con picardía. Un
siglo después, con el mero hallazgo del Plan Maitland, Terragno pretende
convencerse y convencernos que estamos ante un agente inglés.
Pero su enfrentamiento con Alvear y con Rivadavia desmiente a
ambos y expresa el antagonismo de dos proyectos: uno es unitario y dictatorial,
con un aperturismo económico pensado desde el puerto y que rápidamente devendrá
probritánico. El otro piensa en crecer hacia adentro y unir a Sudamérica.
Doce años para
liberar Sudamérica
Desde el 12 de enero de 1812, en que arribó a Buenos Aires en
la fragata Canning, y el 10 de febrero de 1824, en que, acusado de conspirador
y desalentado por las luchas internas, partió rumbo al puerto de El Havre,
transcurrieron 12 años y 30 días.
Cuando es puesto al frente del Ejército del Norte para
alejarlo de las decisiones porteñas, las diferencias ya están planteadas y no
habrá medio que Alvear descarte para deshacerse de él.
Convencido de lo infructuoso que sería encarar la guerra
revolucionaria yendo por el continente hacia el norte, San Martín se aleja del
Ejército del Norte y solicita a Posadas ser designado gobernador de Cuyo. En septiembre de
1814 asumió la gobernación de Cuyo e inició el reclutamiento de hombres para su
ejército, liberando a los esclavos de entre 16 y 30 años a condición de que se
integren a sus filas. Allí recompone sus energías y demuestra que es capaz de
gobernar un territorio haciendo crecer la red de acequias y las distintas
actividades económicas al mismo tiempo que impone el compromiso y el sacrificio
que requiere la conformación de una fuerza militar.
Mientras Alvear es un militar atolondrado y desconfiado que
termina enviando a Manuel García a ofrecer el Río de la Plata a los ingleses,
San Martín demuestra su capacidad y su inteligencia a cada paso. La llegada a
Cuyo de los patriotas chilenos derrotados en Rancagua será el germen de un
conflicto que resolverá con sencillez y maestría. Establece buena relación con
Bernardo O´Higgins y, ante los enfrentamientos que tenían con él los hermanos
Carrera, decide enviarlos a Buenos Aires, donde rápidamente congenian con
Alvear y establecen el objetivo de desgastar a San Martín en Cuyo a como dé
lugar. Enterado de ello, San Martín aduce problemas personales para ejercer la
gobernación y rápidamente Alvear envía a Gregorio Perdriel en su reemplazo. Se
produce entonces una verdadera pueblada que rechaza el reemplazo, San Martín es
confirmado en el cargo y sale fortalecido para seguir adelante con sus planes
emancipadores.
Pero en Cuyo hizo algo más. Juan
Martín de Pueyrredón estaba desterrado en San Luis y San Martín lo invitó a un
encuentro que se habían prometido dos años antes. Tuvieron largas
conversaciones en las que San Martín insistió con su idea emancipadora. Pero,
¿de qué le serviría el respaldo de un exiliado? En aquellos tiempos, no eran
tantos los protagonistas de la política en la Provincias Unidas y presintió o
supo que, tarde o temprano, Pueyrredón sería rehabilitado. Tan valioso fue
aquel encuentro que Pueyrredón, ya como Director Supremo, terminaría
autorizando su expedición trasandina, a pesar del rechazo de la Logia que él
también integraba y de la elite porteña que estaba más preocupada en el
enfrentamiento con Artigas que en la Independencia.
Lo que para los pueblos
americanos fue una gran noticia, para los unitarios era un dolor de cabeza que
los llenaba de recelo y los sumía en la conspiración permanente.
En esos doce años, José de San
Martín tuvo sentido estratégico para comprender que la independencia americana
estaba por encima de cualquier otra reyerta y demostró capacidad para construir
una fuerza militar y para gobernar liderando y haciendo crecer las fuerzas de
una comunidad.
San Martín supo forjar una
relación de confianza y respeto con Manuel Belgrano, con José Gervasio de
Artigas y con los caudillos federales y comprendió la importancia de integrar a
los pueblos originarios a la gesta revolucionaria.
Desde su primer encuentro con
Bernardino Rivadavia y en las diferencias que a poco de andar surgieron con
Alvear, su enfrentamiento con el poder unitario quedó de manifiesto y fue una
constante que se extendió no sólo a lo largo de su vida, sino que se proyecta
hasta el presente en las disputas por el relato histórico de su tiempo.
Guayaquil es el ejemplo más
fuerte de una constante en su vida: sentido estratégico y capacidad de
renunciamiento. Su regreso a Chile primero y luego a Mendoza estará signado por
el recelo y el hostigamiento de esos enemigos.
“...A mi regreso de Perú establecí mi cuartel general en mi
chacra de Mendoza, y para hacer más inexpugnable mi posición, corté toda
comunicación (excepto con mi familia), y me proponía en mi atrincheramiento
dedicarme a los encantos de una vida agricultora y a la educación de mi hija,
pero ¡vanas esperanzas! En medio de esos planes lisonjeros, he aquí que el
espantoso “Centinela” (periódico rivadaviano) principia o hostilizarme; sus
carnívoras falanges se destacan y bloquean mi pacífico retiro. Entonces fue
cuando se me manifestó una verdad que no había previsto a saber: que yo había
figurado demasiado en la revolución para que se me dejara vivir tranquilamente”.
“...Mi separación voluntaria del Perú parecía me ponía al
cubierto de toda sospecha de ambicionar nada sobre las desunidas Provincias del
Plata. Confinado en mi hacienda de Mendoza, y sin más relaciones que algunos
vecinos que venían a visitarme, nada de esto bastó para tranquilizar la
desconfiada administración de Buenos Aires; ella me cercó de espías; mi correspondencia
era abierta con grosería...”.
Remedios de Escalada estaba muy enferma y San
Martín, en enero de 1823, hace saber al gobierno de Buenos Aires su necesidad
de regresar para verla. Bernardino Rivadavia se opone argumentando que no sería
seguro. En realidad, Rivadavia y los unitarios eran la razón de esa
inseguridad. Querían someterlo a juicio por ir a Chile con el ejército
libertador en vez de quedarse a reprimir a los federales, no le perdonaban su
buena relación con los caudillos y temían que pudiera asumir el protagonismo de
la política en el Río de la Plata.
San
Martín se sintió muy dolido de que no le permitieran ver a su esposa, y sabía
que el argumento de Rivadavia era una mera excusa. En mayo de ese año se decide
a viajar, pero desiste porque se entera de un atentado que preparan en su
contra:
“¿Ignora Ud por ventura que en el 23, cuando por ceder a las
instancias de mi mujer de venir a Buenos Aires a darle el último adiós, resolví
en mayo venir a Buenos Aires, se apostaron en le camino para prenderme como a
un facineroso, lo que no realizaron por el piadoso aviso que se me dio por un
individuo de la misma administración”.
Ese
era el tono descarnado en una de sus cartas a Tomás Guido. En octubre de ese
mismo año, recibió una carta de Estanislao López, Gobernador de Santa Fe, de
manos del Capitán Manuel Guevara.
“Sé de una manera positiva, por mis agentes en
Buenos Aires, que a la llegada de V.E. a esa Capital será mandado a juzgar por
el Gobierno en un Consejo de Guerra por los oficiales generales, por haber
desobedecido a sus órdenes en 1819, haciendo la gloriosa campaña a Chile, no
invadir Santa Fe, y la expedición libertadora al Perú”.
“Para evitar este escándalo
inaudito y en manifestación de mi gratitud y la del pueblo que presido, por
haberse negado V.E. tan patrióticamente a concurrir a derramar sangre de
hermanos con los cuerpos del Ejército de Cuyo, siento el honor de asegurar a
V.E. que a su sólo aviso lo esperaré con la Provincia en masa en el Desmochado,
para llevarlo en triunfo hasta la Plaza de la Victoria. Si V.E. no aceptara
esto, fácil me será hacerlo conducir con seguridad por Entre Ríos, hasta
Montevideo”.
Al
día siguiente, San Martín recibió la visita del coronel Manuel Olazábal, a
quien mostró la carta. “No puedo creer
tal proceder en el gran pueblo de Buenos Aires. Iré, pero iré solo, como he
cruzado el Pacífico”, le comentó indignado. Días después, envió su
respuesta a López. Le agradeció el aviso y el ofrecimiento, aunque no lo
aceptó.
Años
más tarde, San Martín escribía a Tomás Guido:
“López en el Rosario me conjuró a
que no entrase en la capital argentina; yo creí que era de mi honor el no
retroceder y al fin esta arriesgona me salió bien, porque no se metieron con
este pobre sacristán”.
De
ahí puede deducirse que San Martín y López se encontraron en Rosario. El
gobernador de Santa Fe estuvo allí desde el 26 de noviembre hasta el 15 de
diciembre de 1823.
En
diciembre de ese año, San Martín llegó a Buenos Aires y se hospedó en una
quinta de la familia Escalada situada en el antiguo partido de San José de
Flores. Remedios había muerto en agosto. El 10 de febrero de 1824 partió junto
a su hija rumbo a Europa.
¿El fin de la
historia?
En estos tiempos de utilización sistemática del poder
mediático en la construcción de la opinión pública para deslegitimar liderazgos
y representaciones populares, conviene saber que esa metodología viene desde el
principio de nuestra historia.
En aquella época no existían las fotocopias para reproducir
manuscritos, pero hacía buen rato que se había inventado la imprenta. A Carlos María de Alvear no le
bastaba con cuadernos de anotaciones ocasionales y llegó al extremo de escribir
un libro que, presentado como
autobiografía, hacía aparecer a San Martín en primera persona inculpándose de
crímenes, robos y corrupciones que nunca había cometido. No disponía de canales
de cable, espacios periodísticos televisivos o redes sociales como las actuales
para instalarlo, pero difundía sus líbelos y brulotes en los ámbitos políticos
y sociales de la época para desacreditar a su cholísimo enemigo.
Luego de años de escuchar en las aulas el relato oficial de
la vida de San Martín, quizá muchos tengan la sensación que desde 1824 hasta su
muerte en 1850, estuvo sentado en un sillón mirando por la ventana, observando
el comportamiento de una mosca, escribiendo cartas para no aburrirse o tratando
de formar el carácter de su hija Mercedes.
Sin embargo, así como no se retiró cuando dejó el Ejército
del Norte para pasar a la gobernación de Cuyo, tampoco lo hizo cuando se alejó
de las hostilidades y disputas internas de la política del Río de la Plata.
Tenía sentido práctico y procuraba ser útil a la causa
americana. Llegó a Londres para hacer política con un objetivo central: quebrar
el frente conservador estructurado en
torno a la Santa Alianza y lograr el reconocimiento inglés a la independencia
sudamericana.
A su vez, beneficiado por la Ley de Olvido, Alvear había
logrado volver al ruedo y había conseguido que Martín Rodríguez y Rivadavia lo
nombraran a fines de 1823 como enviado diplomático a Inglaterra. ¿Su misión? La
misma que se impuso San Martín.
Otra vez el tape en
su camino. Ambos asistieron a una cena organizada para celebrar la
independencia estadounidense a la que fueron invitados los americanos más
reconocidos. Aunque el encuentro no fue más que un mal momento, según el
testimonio de su secretario, Tomás de Iriarte, Carlos María de Alvear, a partir
de ese momento, dedicó gran parte de sus horas a redactar un panfleto en contra
de San Martín, que finalmente sería publicado en 1825 y circularía en Europa y
América.
El escrito se presentaba como una supuesta «autobiografía»
del Libertador. Vale la pena leerlo para darse una idea del rencor de los
enemigos políticos de San Martín y hasta dónde eran capaces de llegar en plan
de desprestigiarlo.
La
presentación editorial del libelo era muy similar a las que vemos todos los
días en los medios cuando presentan informes de supuestos casos de corrupción:
“Sea o no obra del General San Martín este
manuscrito, no es una cuestión que merezca indagarse, lo que sí interesa al
lector es la veracidad de los hechos que contiene: ellos son innegables y
marcados con caracteres tan exactos, con pruebas tan incontestables que solo la
verdad puede producirlas”.
Para darle
mayor verosimilitud, recomendaba panfletos que Alvear y Carrera habían
producido desde una imprenta de Montevideo más otros que habían hecho circular
en Chile y Perú, más algunos impresos inexistentes, como cartas personales
nunca escritas o un relato falso del encuentro de San Martín con Bolívar. Allí
hacía decir a San Martín que había aprendido en España algo terrible:
“…era un
error sacrificarse por el bien de los pueblos, y que era preferible inmolar sus
intereses en beneficio del bien privado: esta ha sido mi máxima favorita, de
donde han partido mis operaciones como hombre público en América, la he seguido
con constancia, y en verdad no he tenido ocasión de arrepentirme”.
Luego efectúa
un disparatado relato del modo en que San Martín habría resuelto avanzar sobre
Perú desde Chile:
“Mi primera intención cuando llegué a Chile
fue abandonar la América, y pasar a Europa a disfrutar de mis riquezas, y a
reírme de la estupidez de estos pueblos; pero no podía hacerlo sino fugándome y
esto era imposible. O’Higgins y todos los comprometidos no me hubieran dejado
salir de otro modo; ellos veían que a pesar de todo solo yo podía intentar el
salvarlos. Chile empezaba a conmoverse, la opinión de Carrera crecía a la par
de nuestro descrédito: si este se hubiera presentado en Chile en estas
circunstancias, nosotros estábamos perdidos. Nos dio tiempo y esta fue mi
dicha. En Chile corría peligro si permanecía: calculé que Carrera se
presentaría más o menos pronto, y que su presencia sería el término de mí
poder, O’Higgins creyó lo mismo, ¿qué hacer en tales circunstancias? Álvarez
Jonte nos sacó de apuros. La expedición a Lima, me dijo, es el último recurso
que queda; además esta expedición no ofrece los peligros que se creen; dueños
del mar, si hallamos grandes obstáculos nos retiraremos, si no triunfaremos, y
entonces cuán grande es el campo que se nos va a presentar. Si Carrera se
presenta, O’Higgins le saldrá al encuentro; si no puede resistirlo se embarcará
para Lima, en donde encontrará asilo; desde allí, después de haber arrojado a
los españoles, será fácil volverlo a restablecer en Chile. Desde este momento
todo se puso en actividad para emprender esta obra”.
También como
en nuestros tiempos, Alvear llevaba el ataque a las cuestiones personales y así
ponía en su boca estas afirmaciones respecto a Remedios de Escalada:
“Nadie puede imaginarse los malos
tratamientos y vejaciones que he hecho experimentar a esta mujer; al fin la
eché de mi lado: ella me estorbaba para mis placeres: además yo ya no
necesitaba del influjo de sus parientes, y también los conocía: allí al lado de
su madre arrastró esta infeliz joven una existencia desgraciada: yo ni allí la
dejaba descansar, sabía su enfermedad y multiplicaba mis cartas atroces para
abreviar sus días: al fin perece víctima desgraciada de mis furores. En medio
de mi opulencia no la asistía con nada, y sus parientes tenían que sostenerla
como de limosna. Así pereció”.
En su afán
por mostrar a San Martín como despiadado, perverso y mujeriego, Alvear termina
confirmando en su brulote el permanente sabotaje a que lo habían sometido Rivadavia,
Carrera y él cuando organizaba el ejército en Mendoza:
“Estaba yo organizando el Ejército en Mendoza
cuando Zapiola que había entrado en una revolución que meditaban algunos jefes
contra mí, los traiciona y me la delata; si por esta infidencia no la hubiera
descubierto mis planes eran concluidos porque ella hubiera tenido efecto: este
descubrimiento me fue de la mayor utilidad. Tomé medidas; dividí a los jefes
entre sí; infundí desconfianzas entre los oficiales; obligaba a los jefes a que
los castigasen con rigor para que se hiciesen odiosos y lo mismo con los
soldados: yo entonces me presentaba para perdonar; organicé el espionaje en
todas las clases del Ejército: y de este modo me aseguré y todo marchó según
mis designios. Algunas mujeres me sirvieron muy bien en el ejercicio de este
diabólico sistema; les hice el amor, las regalé, y alguna hubo que en Chile me
vendió a su propio marido”.
¿Por qué
tanto esmero en desacreditar a San Martín en 1825, cuando ya ha se ha alejado
del Río de la Plata? El brulote que Alvear le adjudica sigue mostrándonos su
verdadera preocupación:
“Voy a Europa, y abandono con la rabia en el
corazón esta Ciudad de Buenos Aires que detesto, porque es el único obstáculo
que encuentro a todos mis proyectos; pero no pierdo la esperanza de tomar algún
día de ella una venganza ejemplar. Tiemblen entonces los autores de esa Ley que
por mortificarme hicieron pasar en la Sala de Representantes, de que ninguno
que no fuese nacido en la Provincia pudiese ser Gobernador: tiemblen también
todos los liberales, y todos aquellos que animados de celo por su patria
quieran ilustrarla para hacerla feliz”.
Lo quieren fuera de escena a como dé lugar: una ley de
proscripción, la amenaza de juzgamiento y cárcel, hostigamiento periodístico,
difusión de invenciones disparatadas sobre su persona y planificación de
atentados contra su vida forman parte del arsenal unitario para poner a San
Martín fuera del juego.
El americano que
no pudieron desaparecer
El derecho a la identidad ha sido valorado en su real
dimensión luego de la tragedia de las desapariciones. Pero al construir su
versión de la historia, Bartolomé Mitre fue pionero en suprimir y desfigurar identidades. Eliminó de la vida
de San Martín cualquier dato acerca de su origen y adulteró u ocultó sus posicionamientos
políticos.
“También soy
indio”, manifestó San Martín a los pehuenches, pero ni
esa afirmación ni la participación de los pueblos originarios en las campañas
del Ejército de los Andes existieron para Mitre. Tampoco el respaldo
sanmartiniano a la propuesta de Belgrano de entronizar a un inca para unir a
los pueblos sudamericanos.
Mitre no lo quería continentalista. Lo prefería contrapuesto
a Bolívar y distante del proyecto de integración sudamericana, porque procuraba
y protagonizaba una historia distinta para estas tierras.
Cuando los españoles llegaron a América, les recitaban a los
pueblos originarios un Requerimiento que no entendían. Tampoco nos contará la
historia oficial que San Martín enviaba a las comunidades peruanas proclamas en
quichua para que se sumaran a la lucha independentista, que tendrían eco en
guerrillas de mestizos e indios.
¿Podía interesarle a Mitre resaltar que como Protector del
Perú, San Martín proclamó la libertad de vientres, abolió los tributos y
servicios personales de los pueblos originarios, procuró extender la educación
respetando las culturas indígenas y protegió los monumentos arqueológicos
incaicos? Claro que no. Menos aún, que liberara de cualquier esclavitud a
quienes se sumaran a las filas de su ejército, estableciera la ciudadanía
americana para los nacidos en cualquier país independizado de España o
suscribiera el pacto para la creación de una Confederación con la Gran
Colombia.
Aquel indio de dos
mundos, ilustrado y formado militarmente en Europa pero hijo de América, se
proclamaba ante todo “del partido americano. No les hubiera servido contar que
era un republicano que imaginó una monarquía constitucional para encauzar el
caos de la revolución, un liberal que se llevaba bien con los patriotas
federales.
La construcción de la realidad desde el poder, que en el
presente nos agobia con su su persistente saturación y su falta de escrúpulos,
no es un recurso nuevo y viene desde el fondo de la historia.
¿Cómo cerrar estas líneas encontrando las palabras adecuadas
para reafirmar de manera indudable lo que se expuso en ellas?
La tarea se facilita porque José de San Martín ya lo hizo.
Sería imposible expresarlo mejor que con esta carta escrita por el Libertador
el 5 de agosto de 1838 a otro de los blancos predilectos de la historiografía
mitrista:
Exmo Sr. Capitán
general D. Juan Manuel de Rosas.
Grand Bourg,
cerca de París, 5 de agosto de 1838
Muy señor mío y
respetable general:
Separado
voluntariamente de todo mando público el año 1823 y retirado en mi chacra de
Mendoza, siguiendo por inclinación una vida retirada, creía que este sistema y
más que todo, mi vida pública en el espacio de diez años, me pondrían a
cubierto con mis compatriotas de toda idea de ambición a ninguna especie de
mando; me equivoqué en mi cálculo –a dos meses de mi llegada a Mendoza, el
gobierno que, en aquella época, mandaba en Buenos Aires, no sólo me formó un
bloqueo de espías, entre ellos uno de
mis sirvientes, sino que me hizo una guerra poco noble en los papeles
públicos de su devoción, tratando al mismo tiempo de hacerme sospechoso a los
demás gobiernos de las provincias; por otra parte, los de la oposición, hombres
a quienes en general no conocía ni aun de vista, hacían circular la absurda
idea que mi regreso del Perú no tenía otro objeto que el de derribar a la
administración de Buenos Aires, y para
corroborar esta idea mostraban (con una imprudencia poco común) cartas que
ellos suponían les escribía. Lo que dejo expuesto me hizo conocer que mi
posición era falsa y que, por desgracia mía, yo había figurado demasiado en la
guerra de la independencia, para esperar gozar en mi patria, por entonces, la tranquilidad que
tanto apetecía. En estas circunstancia, resolví venir a Europa, esperando que
mi país ofreciese garantía de orden para
regresar a él; la época la creí oportuna en el año 29: a mi llegada a Buenos Aires
me encontré con la guerra civil; preferí un
nuevo ostracismo a tomar ninguna parte de sus disensiones, pero siempre
con la esperanza de morir en su seno.
Desde aquella
época, seis años de males no interrumpidos han deteriorado mi constitución,
pero no mi moral ni los deseos de ser útil a nuestra patria; me explicaré:
He visto por los
papeles públicos de ésta, el bloqueo que el gobierno francés ha establecido
contra nuestro país; ignoro los resultados de esta medida; si son los de la
guerra, yo sé lo que mi deber me impone como americano; pero en mis
circunstancias y la de que no se fuese a creer que me supongo un hombre
necesario, hace, por un exceso de delicadeza que usted sabrá valorar, me pondré
en marcha para servir a la patria honradamente, en cualquier clase que se me
destine. Concluida la guerra, me retiraré a un rincón -esto es si mi país me ofrece seguridad y
orden; de lo contrario, regresaré a Europa con el sentimiento de no poder dejar
mis huesos en la patria que me vio nacer.
He aquí,
general, el objeto de esta carta. En cualquier de los dos casos -es decir, que
mis servicios sean o no aceptados-, yo tendré siempre una completa satisfacción
en que usted me crea sinceramente su apasionado servidor y compatriota, que
besa su mano,
José de
San Martín