I
El candado se desprendió apenas giré la tijera y se desarmó en dos partes. Al agacharme a levantar la que cayó, la puerta se abrió. El galpón soltó una bocanada de aire húmedo. La casa en la que se cobijaba había quedado pequeña entre mansiones, empecinada en dejarse preferir por los zorzales y en evitar que muriera la sencillez en la cuadra. ¿Acaso no debería ser siempre ese el modo de alzar una casa en un terreno de diez por cuarenta? Sólo una reverencia al miedo de los nuevos días, el gris portón de hierro yendo y viniendo por su carril enhebrado a la tos de la cremallera. Pero todo lo demás estaba como debía. El verde jardín al frente, jazmín contra la medianera, malvones al pie del ventanal. Tras el garaje, al fondo del doble sendero de piedras de laca, la musgosa puerta con una cigarra dormida en las bisagras. Nunca había visto entrar allí a don Alejandro, que cuando venía ya pensaba en salir y cuando salía era sobre pasos ansiosos de apurar la vuelta. Así hablaba, llevándose por delante las palabras. Así estacionaba, caminaba, regaba el jardín, volteaba el árbol de su vereda, podaba a tijeretazos el jazmín o llenaba los canteros de flores de pétalos frágiles. “¡Este hombre!”. Esa era la frase preferida de Elida. La gritaba cuando encontraba alguna huella de los arrebatos de su marido. La murmuraba con bronca a los oídos cómplices de Mariana, en la cocina o junto a la puerta de nuestro lavadero. La necesidad los había llevado a dividir en dos partes la casa. Nosotros éramos los inquilinos de la delantera, ellos vivían detrás con su hijo Alejandro.
¿Qué me llevó a ese galpón? Los dueños de casa no eran personas de las que pudiera sospecharse una historia oculta, alguna nube sombría en el fondo de un baúl. Su vida entera quedó desnuda ante nosotros en unos pocos días, tan transparente como la sonrisa con que Alejandro, su hijo down, volvió de su habitación para mostrarnos colgando de su cuello la medalla que se había ganado el día anterior en un torneo de natación. Tampoco era de prever que me aguardaran grandes misterios. Es cierto que en el arcón de los trastos viejos de cada familia suelen encontrarse objetos, palabras, suspiros que merecen se les sople el polvo. Ni siquiera el aburrimiento y la soledad eran una explicación satisfactoria. Alejandro, Élida y Alejandrito estaban de paseo en Miramar. Mariana no volvería a casa sino hasta la noche y yo me había quedado a escribir en casa. Alguna buena idea que anoté la madrugada anterior insistía en no encontrar forma adecuada en la pantalla de la PC. Hice una pausa, me serví un vaso de leche, abrí la puerta del lavadero, miré hacia la calle, luego hacia el fondo. Volví sobre mis pasos, tomé una pequeña tijera del costurero y caminé por uno de los senderos de piedras. Dentro del galpón, luego de encender la luz y entornar la puerta, comprendí qué me había llevado hasta allí. Contra una pared lateral, un viejo tablero de herramientas sostenía martillos, pinzas, tenazas y llaves. La respuesta era sencilla: toda mi infancia y parte de mi adolescencia, el galpón de mi viejo había sido un refugio ideal para momentos de soledad o de aburrimiento. No me sentía un extraño en ese lugar donde no había nada y había de todo. Pero ni las herramientas ni la cortadora de césped ni el póster de Nicolino agazapado y mirando hacia arriba con picardía ni las maderas ni los recortes de cerámicas ni las sillas destartaladas ni el marco sin espejo ni la manguera reseca colgada de la morsa lograron llamar mi atención como una pequeña biblioteca improvisada con dos cajones de fruta forrados con papel araña, atestada de libros viejos. Torciendo la cabeza hacia aquí y hacia allá pasé revista a los lomos. Fray Mocho, una edición de obras completas de Arlt, Corazón y El Capitán Tormenta, de la colección Robin Hood, la antología poética de Antonio Machado, los Relatos de Costumbres de Mariano José de Larra, la dieta Scardale y el best seller Ruedas, de Arthur Hailey, separados por una vieja edición de El Lobo Estepario. Sólo un libro tenía el lomo en blanco. Lo retiré de la biblioteca. Alguien había improvisado una tapa de canson blanco. “Ceremonias”, había escrito con letra cursiva sencilla. Y al pie, en imprenta, “Julio Cortázar”. Leer en el galpón. Había releído David Copperfield en el galpón de mi viejo. También algún capítulo de Los premios. Pero con Cortázar las cosas no venían bien últimamente. Dos semanas atrás, en un banco de la Plaza San Martín, encontré un ejemplar de “62, modelo para armar”. Volviendo en tren hacia el sur, me di a la lectura. Tropezaba con las frases, salteaba párrafos y luego páginas para encontrarme con otras que me irritaban aun más. Terminé rompiendo el libro. Uno, dos, tres, vaya a saber cuántos cuadernillos arrancados a tirones. Luego del alivio, vino la culpa. Los junté, traté de reagrupar el modelo. En Banfield, al bajar del tren, me encontré con una compañera de los tiempos del secundario.
“¿A vos te gustaba Cortázar, no?”
“Sí, qué sé yo”.
“Tomá, leelo”, le dije mientras le daba un beso apurado para que ella no perdiera el 541. Tal vez había salvado a ese libro, tal vez ella encontraría sentido a esas frases escarpadas.
Me senté en un banco de madera y revisé el índice amarillento. No podía pasarme la tarde en ese galpón, así que elegí un relato breve: Axolotl. Puedo citar la primer frase de memoria y no se debe a lo que sucedió después. Me quedé en ese primer párrafo y lo releí varias veces.
“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl”.
Esas cuatro líneas eran una historia en sí. Su belleza, la contundencia del desenlace anticipado atrapaba sin necesidad de saber qué es un axolotl. De hecho, me enteré en el tercer párrafo del relato cómo definía el diccionario a esos amblistomas. Y al dar vuelta la página, supe que tenía uno frente a mí.
II
“En dualidad con Quetzalcóatl, el ajolote formó parte de la mitología acuática mesoamericana personificado como Xólotl, deidad representante de la anormalidad y asociada a la idea de flujo. En la leyenda, ligada al Quinto Sol, cuando se da movimiento al astro por medio del sacrificio, Xólotl trata de escapar de la muerte disfrazándose de anfibio, por lo cual también se le relaciona con el concepto de la vida. No olvidemos que este ser acuático sirvió de alimento a los seres humanos desde épocas remotas hasta principios del siglo XIX, cuando su poca abundancia ya no permitió su consumo. El axolote llamó la atención de los estudiosos por varias características, algunas de las cuales desconcertaron a sus observadores y generaron mitos en torno a su figura”.
De todo lo buscado en Internet, me quedé con ese texto. El axolote, desde su nuevo hogar, me miraba con sus ojos de oro. Cuando lo hallé dentro del libro, achatado, inmóvil, parecía pronto a desvanecerse, más frágil que una mariposa disecada, casi como esas pequeñas moscas de baño que al aplastarlas parecen dejar el esfumado de su sombra contra el azulejo. Sin pensar, mantuve el libro abierto con ambas manos, salí del galpón sin preocuparme por cerrar la puerta, entre en mi cocina, apoyé con cuidado el libro sobre la mesada, lavé una vez más el frasco del dulce de leche “Santa Magdalena” –de cuyo contenido Mariana había dado cuenta en dos o tres días casi sin mi ayuda-, lo llené de agua purificada –por un aparato cilíndrico, no por Dios- y cuidadosamente, di vuelta el libro apoyando la página sobre la que descansaba el axolote encima de la boca del frasco. Di dos golpes firmes y secos sobre la tapa del libro y el batracio mejicano se deslizó dentro del agua. Giró como una hoja en la brisa y se quedó suspendido en la mitad del frasco, la piedra triangular de su cara contra el vidrio. Decir que Cortázar había descripto con precisión y destreza a los axolotes no parece suficiente. Sus frases se me hacían presentes: parecía que él había escrito acerca de ese mismo axolote que ahora me miraba desde dentro del frasco.
Algo más me llamó la atención de lo que leí en Internet: “Puede adaptarse a hábitat seco”. Sí. Como permanecer apretado entre las páginas 127 y 128 de un libro que, editado en 1966, vaya a saber cuánto tiempo estuvo cerrado en ese estante. Vaya adaptación. Pero más me asombró su vuelta al agua. Cuando logré apartarme de sus ojos, advertí que había recuperado su volumen. Allí estaban sus patas –sus uñas “minuciosamente humanas”-. No sé si fue la influencia del relato, pero sentí que esos dedos sabían escribir. Busqué fotos de Cortázar en la red. En París, en Buenos Aires, con barba, sin ella, más o menos desaliñado, sosteniendo con descuido un cigarrillo, con sus ojos empequeñeciéndose al paso del tiempo. El oro transparente encendido tras el vidrio me recordaba a la mirada del joven escritor, acechando desde la penumbra sin desbarrancarse por los pómulos casi hundidos, distante de los labios finos, de las orejas en alerta, de la propia y visible mirada, otra mirada, otro movimiento que se vuelve sobre sí y mira allí donde no hay pestañas, flashes, avisos, teclas, párpados, ni siquiera el vidrio, mirada de agua.
El libro había quedado a un costado del frasco. Decidí revisarlo, buscar alguna marca, alguna anotación que develara el paso de alguien, que me diera pistas de su historia. Pero no hallé nada. Ningún nombre en las primeras hojas, ningún señalador, tampoco el precio en lápiz. Página por página anduve sin hallar anotaciones, marcas, manchas, dobleces, subrayados. No tenía sello ni etiqueta de librería, ni testimonio de paso por biblioteca alguna. Deslicé mi pulgar por el filo gastado de las páginas. Palabras sueltas montadas sobre otras palabras sueltas: codo, torito, secretas, Víctor, calavera en la tapa, Pont Neuf... Muchas otras pasaron, pero al encontrarme con la mirada del axolote se encendió una frase en mi cabeza: “Pero no hay hojas secas en el Pont Neuf”. ¿No las hay? ¿Ni en el más seco de los otoños? Había caminado por ese puente, pero, en rigor de verdad, no podía recordar si había pisado hojas secas en lugar alguno de París. Sí recordaba a dos mendigos durmiendo bajo el puente. Pero, hojas secas... Fui y vine por el libro, hasta que logré hallar la frase en un relato de “Las armas secretas”. Después, Internet otra vez. Pont Neuf, el más viejo. Pont Neuf, desde 1607. Un amanecer en pinceladas impresionistas, un ocaso atrapado por una cámara de fotos. Fotos y más fotos. Ni una hoja seca sobre el puente. ¿Qué importancia tenía? Eso pensé mientras me veía caminar hacia la estación por Rodríguez Peña. ¿Por qué por esa calle si yo siempre iba por Larroque? Sólo algunas veces por Berutti, para tentar la suerte de ver a Sandro. Perfume de jazmines. En mi jardín, en esa calle. Jazmines en los jardines de Banfield. Hugo agazapado tras un pilar, el rumor lejano de mi voz de niño que cuenta apurada, mamá hablando por el alambrado con el señor Negri. Tardes calurosas caminando por Manuel Castro hacia la práctica de handball en el ENAM con Toscano. Ese último recuerdo si era mío. Me volví sobre él, caminé por la vereda de baldosas, pisé los escalones de mármol, crucé la reja, agradecí el fresco del hall, me quité el sudor de la frente, entré al patio, fui hacia el vestuario, anduve por la canchita de fútbol, un jardín, hojarasca alrededor de la planta de flores blancas. Me puse en cuclillas, removí las hojas secas con los dedos y encontré con una pluma de pavo real, una pluma con un ojo que me miraba. Abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad secreta. Un pestañeo y caí en cuenta que no había dejado de mirar al axolote mientras mi memoria enredaba recuerdos ajenos y propios. Apagué la computadora. Apagué las luces, me quedé de pie en la oscuridad, corté con el brazo izquierdo el resplandor pálido que por las cortinas entreabiertas destilaba la noche. Me arrodillé en el sillón y asomé la cabeza entre las cortinas. Apoyé la nariz contra el vidrio y me quedé en silencio, mirando.
El candado se desprendió apenas giré la tijera y se desarmó en dos partes. Al agacharme a levantar la que cayó, la puerta se abrió. El galpón soltó una bocanada de aire húmedo. La casa en la que se cobijaba había quedado pequeña entre mansiones, empecinada en dejarse preferir por los zorzales y en evitar que muriera la sencillez en la cuadra. ¿Acaso no debería ser siempre ese el modo de alzar una casa en un terreno de diez por cuarenta? Sólo una reverencia al miedo de los nuevos días, el gris portón de hierro yendo y viniendo por su carril enhebrado a la tos de la cremallera. Pero todo lo demás estaba como debía. El verde jardín al frente, jazmín contra la medianera, malvones al pie del ventanal. Tras el garaje, al fondo del doble sendero de piedras de laca, la musgosa puerta con una cigarra dormida en las bisagras. Nunca había visto entrar allí a don Alejandro, que cuando venía ya pensaba en salir y cuando salía era sobre pasos ansiosos de apurar la vuelta. Así hablaba, llevándose por delante las palabras. Así estacionaba, caminaba, regaba el jardín, volteaba el árbol de su vereda, podaba a tijeretazos el jazmín o llenaba los canteros de flores de pétalos frágiles. “¡Este hombre!”. Esa era la frase preferida de Elida. La gritaba cuando encontraba alguna huella de los arrebatos de su marido. La murmuraba con bronca a los oídos cómplices de Mariana, en la cocina o junto a la puerta de nuestro lavadero. La necesidad los había llevado a dividir en dos partes la casa. Nosotros éramos los inquilinos de la delantera, ellos vivían detrás con su hijo Alejandro.
¿Qué me llevó a ese galpón? Los dueños de casa no eran personas de las que pudiera sospecharse una historia oculta, alguna nube sombría en el fondo de un baúl. Su vida entera quedó desnuda ante nosotros en unos pocos días, tan transparente como la sonrisa con que Alejandro, su hijo down, volvió de su habitación para mostrarnos colgando de su cuello la medalla que se había ganado el día anterior en un torneo de natación. Tampoco era de prever que me aguardaran grandes misterios. Es cierto que en el arcón de los trastos viejos de cada familia suelen encontrarse objetos, palabras, suspiros que merecen se les sople el polvo. Ni siquiera el aburrimiento y la soledad eran una explicación satisfactoria. Alejandro, Élida y Alejandrito estaban de paseo en Miramar. Mariana no volvería a casa sino hasta la noche y yo me había quedado a escribir en casa. Alguna buena idea que anoté la madrugada anterior insistía en no encontrar forma adecuada en la pantalla de la PC. Hice una pausa, me serví un vaso de leche, abrí la puerta del lavadero, miré hacia la calle, luego hacia el fondo. Volví sobre mis pasos, tomé una pequeña tijera del costurero y caminé por uno de los senderos de piedras. Dentro del galpón, luego de encender la luz y entornar la puerta, comprendí qué me había llevado hasta allí. Contra una pared lateral, un viejo tablero de herramientas sostenía martillos, pinzas, tenazas y llaves. La respuesta era sencilla: toda mi infancia y parte de mi adolescencia, el galpón de mi viejo había sido un refugio ideal para momentos de soledad o de aburrimiento. No me sentía un extraño en ese lugar donde no había nada y había de todo. Pero ni las herramientas ni la cortadora de césped ni el póster de Nicolino agazapado y mirando hacia arriba con picardía ni las maderas ni los recortes de cerámicas ni las sillas destartaladas ni el marco sin espejo ni la manguera reseca colgada de la morsa lograron llamar mi atención como una pequeña biblioteca improvisada con dos cajones de fruta forrados con papel araña, atestada de libros viejos. Torciendo la cabeza hacia aquí y hacia allá pasé revista a los lomos. Fray Mocho, una edición de obras completas de Arlt, Corazón y El Capitán Tormenta, de la colección Robin Hood, la antología poética de Antonio Machado, los Relatos de Costumbres de Mariano José de Larra, la dieta Scardale y el best seller Ruedas, de Arthur Hailey, separados por una vieja edición de El Lobo Estepario. Sólo un libro tenía el lomo en blanco. Lo retiré de la biblioteca. Alguien había improvisado una tapa de canson blanco. “Ceremonias”, había escrito con letra cursiva sencilla. Y al pie, en imprenta, “Julio Cortázar”. Leer en el galpón. Había releído David Copperfield en el galpón de mi viejo. También algún capítulo de Los premios. Pero con Cortázar las cosas no venían bien últimamente. Dos semanas atrás, en un banco de la Plaza San Martín, encontré un ejemplar de “62, modelo para armar”. Volviendo en tren hacia el sur, me di a la lectura. Tropezaba con las frases, salteaba párrafos y luego páginas para encontrarme con otras que me irritaban aun más. Terminé rompiendo el libro. Uno, dos, tres, vaya a saber cuántos cuadernillos arrancados a tirones. Luego del alivio, vino la culpa. Los junté, traté de reagrupar el modelo. En Banfield, al bajar del tren, me encontré con una compañera de los tiempos del secundario.
“¿A vos te gustaba Cortázar, no?”
“Sí, qué sé yo”.
“Tomá, leelo”, le dije mientras le daba un beso apurado para que ella no perdiera el 541. Tal vez había salvado a ese libro, tal vez ella encontraría sentido a esas frases escarpadas.
Me senté en un banco de madera y revisé el índice amarillento. No podía pasarme la tarde en ese galpón, así que elegí un relato breve: Axolotl. Puedo citar la primer frase de memoria y no se debe a lo que sucedió después. Me quedé en ese primer párrafo y lo releí varias veces.
“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl”.
Esas cuatro líneas eran una historia en sí. Su belleza, la contundencia del desenlace anticipado atrapaba sin necesidad de saber qué es un axolotl. De hecho, me enteré en el tercer párrafo del relato cómo definía el diccionario a esos amblistomas. Y al dar vuelta la página, supe que tenía uno frente a mí.
II
“En dualidad con Quetzalcóatl, el ajolote formó parte de la mitología acuática mesoamericana personificado como Xólotl, deidad representante de la anormalidad y asociada a la idea de flujo. En la leyenda, ligada al Quinto Sol, cuando se da movimiento al astro por medio del sacrificio, Xólotl trata de escapar de la muerte disfrazándose de anfibio, por lo cual también se le relaciona con el concepto de la vida. No olvidemos que este ser acuático sirvió de alimento a los seres humanos desde épocas remotas hasta principios del siglo XIX, cuando su poca abundancia ya no permitió su consumo. El axolote llamó la atención de los estudiosos por varias características, algunas de las cuales desconcertaron a sus observadores y generaron mitos en torno a su figura”.
De todo lo buscado en Internet, me quedé con ese texto. El axolote, desde su nuevo hogar, me miraba con sus ojos de oro. Cuando lo hallé dentro del libro, achatado, inmóvil, parecía pronto a desvanecerse, más frágil que una mariposa disecada, casi como esas pequeñas moscas de baño que al aplastarlas parecen dejar el esfumado de su sombra contra el azulejo. Sin pensar, mantuve el libro abierto con ambas manos, salí del galpón sin preocuparme por cerrar la puerta, entre en mi cocina, apoyé con cuidado el libro sobre la mesada, lavé una vez más el frasco del dulce de leche “Santa Magdalena” –de cuyo contenido Mariana había dado cuenta en dos o tres días casi sin mi ayuda-, lo llené de agua purificada –por un aparato cilíndrico, no por Dios- y cuidadosamente, di vuelta el libro apoyando la página sobre la que descansaba el axolote encima de la boca del frasco. Di dos golpes firmes y secos sobre la tapa del libro y el batracio mejicano se deslizó dentro del agua. Giró como una hoja en la brisa y se quedó suspendido en la mitad del frasco, la piedra triangular de su cara contra el vidrio. Decir que Cortázar había descripto con precisión y destreza a los axolotes no parece suficiente. Sus frases se me hacían presentes: parecía que él había escrito acerca de ese mismo axolote que ahora me miraba desde dentro del frasco.
Algo más me llamó la atención de lo que leí en Internet: “Puede adaptarse a hábitat seco”. Sí. Como permanecer apretado entre las páginas 127 y 128 de un libro que, editado en 1966, vaya a saber cuánto tiempo estuvo cerrado en ese estante. Vaya adaptación. Pero más me asombró su vuelta al agua. Cuando logré apartarme de sus ojos, advertí que había recuperado su volumen. Allí estaban sus patas –sus uñas “minuciosamente humanas”-. No sé si fue la influencia del relato, pero sentí que esos dedos sabían escribir. Busqué fotos de Cortázar en la red. En París, en Buenos Aires, con barba, sin ella, más o menos desaliñado, sosteniendo con descuido un cigarrillo, con sus ojos empequeñeciéndose al paso del tiempo. El oro transparente encendido tras el vidrio me recordaba a la mirada del joven escritor, acechando desde la penumbra sin desbarrancarse por los pómulos casi hundidos, distante de los labios finos, de las orejas en alerta, de la propia y visible mirada, otra mirada, otro movimiento que se vuelve sobre sí y mira allí donde no hay pestañas, flashes, avisos, teclas, párpados, ni siquiera el vidrio, mirada de agua.
El libro había quedado a un costado del frasco. Decidí revisarlo, buscar alguna marca, alguna anotación que develara el paso de alguien, que me diera pistas de su historia. Pero no hallé nada. Ningún nombre en las primeras hojas, ningún señalador, tampoco el precio en lápiz. Página por página anduve sin hallar anotaciones, marcas, manchas, dobleces, subrayados. No tenía sello ni etiqueta de librería, ni testimonio de paso por biblioteca alguna. Deslicé mi pulgar por el filo gastado de las páginas. Palabras sueltas montadas sobre otras palabras sueltas: codo, torito, secretas, Víctor, calavera en la tapa, Pont Neuf... Muchas otras pasaron, pero al encontrarme con la mirada del axolote se encendió una frase en mi cabeza: “Pero no hay hojas secas en el Pont Neuf”. ¿No las hay? ¿Ni en el más seco de los otoños? Había caminado por ese puente, pero, en rigor de verdad, no podía recordar si había pisado hojas secas en lugar alguno de París. Sí recordaba a dos mendigos durmiendo bajo el puente. Pero, hojas secas... Fui y vine por el libro, hasta que logré hallar la frase en un relato de “Las armas secretas”. Después, Internet otra vez. Pont Neuf, el más viejo. Pont Neuf, desde 1607. Un amanecer en pinceladas impresionistas, un ocaso atrapado por una cámara de fotos. Fotos y más fotos. Ni una hoja seca sobre el puente. ¿Qué importancia tenía? Eso pensé mientras me veía caminar hacia la estación por Rodríguez Peña. ¿Por qué por esa calle si yo siempre iba por Larroque? Sólo algunas veces por Berutti, para tentar la suerte de ver a Sandro. Perfume de jazmines. En mi jardín, en esa calle. Jazmines en los jardines de Banfield. Hugo agazapado tras un pilar, el rumor lejano de mi voz de niño que cuenta apurada, mamá hablando por el alambrado con el señor Negri. Tardes calurosas caminando por Manuel Castro hacia la práctica de handball en el ENAM con Toscano. Ese último recuerdo si era mío. Me volví sobre él, caminé por la vereda de baldosas, pisé los escalones de mármol, crucé la reja, agradecí el fresco del hall, me quité el sudor de la frente, entré al patio, fui hacia el vestuario, anduve por la canchita de fútbol, un jardín, hojarasca alrededor de la planta de flores blancas. Me puse en cuclillas, removí las hojas secas con los dedos y encontré con una pluma de pavo real, una pluma con un ojo que me miraba. Abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad secreta. Un pestañeo y caí en cuenta que no había dejado de mirar al axolote mientras mi memoria enredaba recuerdos ajenos y propios. Apagué la computadora. Apagué las luces, me quedé de pie en la oscuridad, corté con el brazo izquierdo el resplandor pálido que por las cortinas entreabiertas destilaba la noche. Me arrodillé en el sillón y asomé la cabeza entre las cortinas. Apoyé la nariz contra el vidrio y me quedé en silencio, mirando.
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