Pasaron nueve años desde que Leonardo Favio dio a conocer su última película –la monumental Perón, sinfonía de un sentimiento (1999), que tuvo una difusión marginal–, y casi quince sin comunicarse de manera directa con el público, si se tiene en cuenta que Gatica, el mono (1993) fue la última vez que llegó a las salas de cine. De todas las historias que rondan por mi cabeza, siempre retorno a la del Aniceto", dice la voz de Favio, a pocos segundos de comenzada la película. El agua amarronada corre por las acequias reflejando un sol y un cielo que, se intuye, no son otra cosa que un apropiado juego de luces cuidadosamente diseñado dentro de un set. Favio ha decidido volver a su clásico de 1966, El romance del Aniceto y la Francisca, de una manera inusual. Su Aniceto es una versión en estudios, mezcla de ballet cinematográfico con reinterpretación estética de su película.
Es la historia de un tal Aniceto (el bailarín Hernán Piquín en el rol que hizo famoso Federico Luppi), un compadrito dueño de un gallo de riña blanco con el que se gana la vida, que conoce a Francisca (Natalia Pelayo, en el papel de Elsa Daniel), una buena chica de pueblo, con la que empieza una relación amorosa. Francisca le cocina, lo cuida y lo espera a un Aniceto cada vez más distante y dedicado a hacer pelear a su gallo hasta que un día él se cruza miradas con Lucía (Alejandra Baldoni, María Vaner en la original). Raudo, Aniceto despacha a Francisca y se obsesiona con la esquiva Lucía. Obviamente, la elección probará ser complicada ya que la morocha no es "una mina sencilla" y enredará a Aniceto en problemas.
La historia no ha cambiado demasiado, pero sí se ha alterado es la puesta en escena. La original duraba poco más de una hora y ésta, con media hora más, utiliza ese tiempo para expresar las pasiones, tensiones y sufrimientos de los protagonistas a través de una serie de bailes musicalizados en su mayoría por Iván Wyszogrod (más un Chopin, por Miguel Angel Estrella).
Aniceto –desde su condición de ballet– viene a expresar un momento de síntesis en la obra de Favio: allí conviven esos dos grandes bloques en que hasta ahora parecía dividirse su filmografía. Es, al mismo tiempo, volver al principio –al principio de su cine, pero también al pueblo y a las historias de su infancia– pero con el bagaje expresivo y la paleta multicolor adquirida en sus años de madurez. Este Aniceto tiene mucho de paradoja: es la intimidad, a gran escala.
La voz en off del propio Favio –dulce, temblorosa– que introduce la tragedia confirma también el carácter casi confesional de un proyecto como Aniceto: Favio habla de esta historia como una que nunca ha dejado de “poblar mis noches de insomnio”. Se trata entonces de ingresar a su mundo más personal, al de sus sueños y sus desvelos, a esa frontera del alba que alimenta obsesivamente su imaginación. Por eso es coherente que Aniceto haya sido filmada íntegramente en el interior de un estudio: allí Favio puede reproducir su idea de ese pequeño pueblo de provincia, simbolizarlo con unos pocos elementos escenográficos, casi como si estuviera haciendo teatro kabuki, pero con una identidad inexorablemente argentina.
El paisaje de Aniceto, entonces, es deliberadamente estilizado, artificioso, dramático, con una luna que ilumina la noche como un reflector. Es bajo ese cielo de cartón pintado y oscurecido de pronto por presagios de tormenta que la Francisca (Natalia Pelayo) queda seducida por el porte varonil y presumido del Aniceto (Hernán Piquín). Ella aportará al árido rancho de adobe y cal del hombre su ternura y su calor de hogar: el puchero sobre las cenizas, la camisa planchada y, también, unos pesos en la latita, que aporta de su trabajo en la ferretería. Pero la irrupción de la Lucía (Alejandra Baldón), con su desenfado y su sensualidad agresiva, será irresistible para un varón como Aniceto, que se mimetiza con su orgulloso gallo encrespado y concibe la vida como un reñidero.
En Favio, la tragedia derivada de Federico García Lorca se funde con el drama de radioteatro. De la misma manera, en la banda de sonido convive una fantasía de Chopin (“El concierto que Miguel Angel Estrella daba a los pobres”, musita el director) con unos tangos por la orquesta de Alfredo de Angelis y unas cumbias a cargo de los legendarios Wawancó. Lo clásico y lo popular nunca han tenido barreras para Favio, todo forma parte de su mismo universo: el escenario y la milonga, los violines y las maracas. Es por eso quizá que esta nueva versión bailada de su vieja historia no puede sino ser sincera, auténtica, natural. A pesar de su premeditado artificio, no hay nada falso en este Aniceto.
FICHA TECNICAArgentina, 2008.
Dirección: Leonardo Favio.
Guión: Leonardo Favio, con la colaboración de Rodolfo Mórtola y Verónica Muriel, basado en el cuento “El cenizo”, de Zuhair Jury.
Fotografía: Alejandro Giuliani.
Música: Iván Wyszogrod.
Coreografía: Margarita Fernández y Laura Roatta.
Escenografía: Roberto Samuelle y Aldo Guglielmone.
Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldón.
Es la historia de un tal Aniceto (el bailarín Hernán Piquín en el rol que hizo famoso Federico Luppi), un compadrito dueño de un gallo de riña blanco con el que se gana la vida, que conoce a Francisca (Natalia Pelayo, en el papel de Elsa Daniel), una buena chica de pueblo, con la que empieza una relación amorosa. Francisca le cocina, lo cuida y lo espera a un Aniceto cada vez más distante y dedicado a hacer pelear a su gallo hasta que un día él se cruza miradas con Lucía (Alejandra Baldoni, María Vaner en la original). Raudo, Aniceto despacha a Francisca y se obsesiona con la esquiva Lucía. Obviamente, la elección probará ser complicada ya que la morocha no es "una mina sencilla" y enredará a Aniceto en problemas.
La historia no ha cambiado demasiado, pero sí se ha alterado es la puesta en escena. La original duraba poco más de una hora y ésta, con media hora más, utiliza ese tiempo para expresar las pasiones, tensiones y sufrimientos de los protagonistas a través de una serie de bailes musicalizados en su mayoría por Iván Wyszogrod (más un Chopin, por Miguel Angel Estrella).
Aniceto –desde su condición de ballet– viene a expresar un momento de síntesis en la obra de Favio: allí conviven esos dos grandes bloques en que hasta ahora parecía dividirse su filmografía. Es, al mismo tiempo, volver al principio –al principio de su cine, pero también al pueblo y a las historias de su infancia– pero con el bagaje expresivo y la paleta multicolor adquirida en sus años de madurez. Este Aniceto tiene mucho de paradoja: es la intimidad, a gran escala.
La voz en off del propio Favio –dulce, temblorosa– que introduce la tragedia confirma también el carácter casi confesional de un proyecto como Aniceto: Favio habla de esta historia como una que nunca ha dejado de “poblar mis noches de insomnio”. Se trata entonces de ingresar a su mundo más personal, al de sus sueños y sus desvelos, a esa frontera del alba que alimenta obsesivamente su imaginación. Por eso es coherente que Aniceto haya sido filmada íntegramente en el interior de un estudio: allí Favio puede reproducir su idea de ese pequeño pueblo de provincia, simbolizarlo con unos pocos elementos escenográficos, casi como si estuviera haciendo teatro kabuki, pero con una identidad inexorablemente argentina.
El paisaje de Aniceto, entonces, es deliberadamente estilizado, artificioso, dramático, con una luna que ilumina la noche como un reflector. Es bajo ese cielo de cartón pintado y oscurecido de pronto por presagios de tormenta que la Francisca (Natalia Pelayo) queda seducida por el porte varonil y presumido del Aniceto (Hernán Piquín). Ella aportará al árido rancho de adobe y cal del hombre su ternura y su calor de hogar: el puchero sobre las cenizas, la camisa planchada y, también, unos pesos en la latita, que aporta de su trabajo en la ferretería. Pero la irrupción de la Lucía (Alejandra Baldón), con su desenfado y su sensualidad agresiva, será irresistible para un varón como Aniceto, que se mimetiza con su orgulloso gallo encrespado y concibe la vida como un reñidero.
En Favio, la tragedia derivada de Federico García Lorca se funde con el drama de radioteatro. De la misma manera, en la banda de sonido convive una fantasía de Chopin (“El concierto que Miguel Angel Estrella daba a los pobres”, musita el director) con unos tangos por la orquesta de Alfredo de Angelis y unas cumbias a cargo de los legendarios Wawancó. Lo clásico y lo popular nunca han tenido barreras para Favio, todo forma parte de su mismo universo: el escenario y la milonga, los violines y las maracas. Es por eso quizá que esta nueva versión bailada de su vieja historia no puede sino ser sincera, auténtica, natural. A pesar de su premeditado artificio, no hay nada falso en este Aniceto.
FICHA TECNICAArgentina, 2008.
Dirección: Leonardo Favio.
Guión: Leonardo Favio, con la colaboración de Rodolfo Mórtola y Verónica Muriel, basado en el cuento “El cenizo”, de Zuhair Jury.
Fotografía: Alejandro Giuliani.
Música: Iván Wyszogrod.
Coreografía: Margarita Fernández y Laura Roatta.
Escenografía: Roberto Samuelle y Aldo Guglielmone.
Intérpretes: Hernán Piquín, Natalia Pelayo, Alejandra Baldón.
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